Difícil nos resulta comprender la causa, la más íntima, de la acción ajena que afecta a tu vida o la mía. Sigmund Freud, maestro del psicoanálisis, nos aconseja, desde la reflexión —con humanidad más que con justicia—, empatizar con las circunstancias emocionales del otro. Mantener el equilibrio frente a la vehemencia propia y ajena. Similar al lema budista: “rompe la cadena esclavizante de la acción y reacción, acción-reacción, acción-reacción…” que perpetúa, de por vida, un conflicto.
Leí un poco a Sigmund Freud. Hace más de tres décadas. En los años noventa. Era padre feliz entonces y lo sigo siendo, hoy más, y ahora más orgulloso de mis hijas y sus vidas. Dos mujeres inteligentes con criterio propio e independencia. Te preguntarás el porqué leí al maestro del psicoanálisis. Por unos conflictos que originaba, en su familia, el hijo adolescente de un amigo. Éste me contó el problema que compartía con la madre, su esposa. Eran actitudes y acciones vehementes en su hijo.
La confidencia ocurrió la mañana de un domingo mientras criticábamos una noticia publicada en el diario La Verdad, en Orihuela. Me contó el asunto que le preocupaba sobre su hijo, me pidió opinión y además me rogó un consejo. Obvio es decirte, pero te aclaro, que el redactor del suceso había sido él, compañero en la redacción oriolana del periódico. En ese instante y a bocajarro, con la cuestión abierta en canal ante mí, nada debía contestar. Pero le aseguré, desde la amistad sincera, que analizaría el asunto que tanto preocupaba a él y a su esposa.
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Con el fin de ayudar a un amigo, sentí la necesidad de leer al primer maestro de maestros del psicoanálisis. Hojeé libros y manuales con teorías y frases sesudas de Freud, fruto de sus experiencias con miles de pacientes. Leía y tomaba notas, hábito que ejercito todavía, entonces en la biblioteca pública y Archivo Histórico Fernando de Loazes en Orihuela.
Disfrutar y aprender
Aprovechaba las tardes que recalaba con mis dos niñas en la biblioteca oriolana, en una plaza repleta de palacios y monumentos, casi todas las tardes, de lunes a viernes. Recogía a mis pequeñas a las cinco en la puerta del colegio Santo Domingo antaño Universidad, hoy todavía por desgracia sin recuperar. Unas veces pasábamos por la confitería panadería Massip y otras por el Horno del Obispo. Y luego, tras la merienda en un banco de la plaza de Santa Lucía, casi siempre sin demora entrábamos a la biblioteca. En la plaza contigua, flanqueada toda por palacios y monumentos.
La mayor de mis dos hijas se entretenía contemplando los dibujos de las enciclopedias. Me preguntaba sin cesar. Ella pasaba las páginas una tras otra y tras el último de los dibujos me pedía que la devolviese a la estantería. Y elegía otra. Así toda la tarde, dos horas, más o menos de cinco a siete. Es hoy mamá y esposa feliz y ejerce su vocación en la Medicina. Mientras tanto, su hermana saltaba con alegría de cuento en cuento. Posee hoy dos grados universitarios, imaginación y creatividad a raudales. ¿Por leer y ver tantos dibujos en los cuentos? Dijo Albert Einstein: “La imaginación es más importante que el conocimiento” y, además, “Si quieres que tus hijos sean inteligentes, léeles cuentos de hadas. Si quieres que sean más inteligentes, léeles más cuentos de hadas”.
‘Góndola’ sin rumbo
Debo confesarte que existía también cierto interés personal, por el problema que sufría mi amigo con su hijo adolescente. Mis hijas, más tarde o más temprano, entrarían en esa edad de ‘góndola’ sin rumbo, las más de las veces, como yo definiría a la adolescencia en muchos seres humanos. Por ello quería saber un poco acerca del porqué de determinados comportamientos humanos, sus razones más íntimas, las determinantes.
Causa latente en el pasado
Todo nace en las profundidades del pasado. La semilla del presente, y la felicidad futura, late en las profundidades del ayer. En nuestras acciones. Leía a Freud y tomaba notas, sobre todo, en mi afición desde la adolescencia, que mantuve siempre y hoy como periodista felizmente jubilado, por saber el porqué de todas las cosas. Recuerdo aquí que levantaba siempre la mano, en el instituto, ante toda duda, cuando alguna explicación, definición o problema no llegaba a comprender. Dijo Albert Einstein: “Lo crucial es no dejar de hacerte preguntas”.
En mi defensa, por si algún compañero de clase pudiera estar leyendo estas líneas, aclaro que en más de una ocasión fui aleccionado, en silencio, por algún profesor y profesora, cómplices, para que levantase la mano. “Bernabeu, tú, levanta la mano, pregunta. Muchos compañeros tienen miedo y no se atreven a preguntar. Tú, pregunta si algo no entiendes”, silencio aquí el nombre del profesor. Le deseo felicidad, desde mi agradecimiento, si lee esta cita entrecomillada.
Empatizar y Budismo
En situaciones de mi vida tengo presente una frase de Sigmund Freud, ante un conflicto humano, consejo que conmigo va a todas partes. “Si entendiéramos completamente las razones del comportamiento de otras personas, todo tendría sentido”. Esta sentencia del sabio del psicoanálisis más otros argumentos, complementarios, aconseja que resulta mejor, frente al conflicto en una relación humana, empatizar con las circunstancias ajenas. Reflexionar e intuir las causas emocionales, fruto de sufrimientos, decisiones y acciones en su pasado, que como un volcán entran en erupción para manifestarse en forma de acción o actitud en vehemencia desbocada. Responder a la vehemencia, propia o ajena, con más vehemencia es un gravísimo error. Mejor es responder desde la verdad y el amor, la comprensión y la espera paciente.
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La anterior estrategia psicoterapéutica de Freud sería similar al lema budista de “romper la cadena esclavizante de la acción y reacción, acción-reacción, acción-reacción…” que de por vida, y sin remedio muchas veces, perpetúa un conflicto interno que estalla alrededor de quien lo sufre.
Tu respuesta debe guiarse por mantener la mesura, empatizar con el otro, (tanto según Freud como los budistas), ser paciente y dar tiempo hacia la reflexión y el cambio de actitud. Salvo que quien agrede se enroque en la vehemencia de la sinrazón, y sus medias verdades obsesivas, que condena sin remedio a la infelicidad. Al hijo de mi amigo, éste y su esposa por amor le dieron tiempo. Evitaron toda respuesta vehemente y los castigos. Finalmente, el joven, años después y por sí mismo, descubrió sus errores, descubrió el daño que había causado por atentar contra la felicidad ajena. Vale (cervantino).
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