A mí, he de decirles que Alberto Núñez Feijóo ha empezado a darme un poco pena. No pena cualquiera, sino pena de esa de ver a alguien desubicado. Fuera de sitio y de foco. Con esa suave apariencia de un cierto desarraigo y una cierta añoranza, de decir sin decir ¡qué puñetas hago yo en esta fiesta! De darse cuenta tarde que el traje que te han puesto te queda grande y no sabes si subirte o bajarte las mangas de la chaqueta. Y todo cuando la fiesta y la música ya ha empezado a sonar en la pista de baile y han cerrado las puertas de salida.
Lo ves ahí, delante de todos los focos, y parece que dan ganas de darle una palmadita de ánimo. Lo observas con esa mirada extraviada que se le pone a los arrepentidos de última hora a las puertas del patíbulo por un crimen que es de otros, con esa suave melancolía de tener que quedarte en el escenario aunque lo que de verdad estás pensando es cómo salir de allí. Porque, claro, volver atrás, eso nunca. Sería una vergüenza añadida a la que no estás dispuesto, el reconocimiento de una derrota antes de que empiece la auténtica batalla.

Llegó Alberto Núñez Feijóo a Madrid como llegaban los artistas y los escritores en los siglos XIX y XX a la capital. A signar el gran triunfo por venir. Madrid como metáfora y camino del éxito. Madrid para superar el pie de página en la historia de este país. Madrid era, es, casi todo. Las puertas del éxito sin discusión alguna, también las llamas que todo lo abrasan. Fuera de allí, fuera de los anillos infernales de las M-30, 40 y 50, el páramo. La nada más absoluta. Kilómetros de estepa. De silencio, de olvido.
El varias veces presidente gallego arribó a los Madriles bajo el palio de un partido desnortado, y dispuesto él a demostrar y demostrarse que el valor no basta con suponer que se tiene, que hay que ganárselo en plaza de primera, de esas donde se dan cita los críticos más acerados, los tramperos que no entienden de leyes, salvo que esas mismas leyes les beneficien hasta la indecencia. Llegó a Madrid para calmar las aguas de la tormenta y el apocalipsis por venir, llegó cual Moisés dispuesto a dirigir a su pueblo escogido hacia la tierra prometida y anunciada y está a punto —él también— de ser devorado por los cachorros que anunciaron su inevitable venida, sus propios súbditos.

Antes que él, ciertamente, lo hicieron, muchos otros. El camino previsto era el de los González, Aznar, Zapatero, Rajoy, evitando el empedrado y el mal fario de los Hernández-Mancha y Almunia. Antes que él lo hicieron también muchos otros, como Miguel Hernández, que juntó cuatro ahorrillos y se fue para los Madriles cargado con unos cuantos poemas bajo el brazo y unas inmensas ganas de comerse el mundo, aunque luego aquel mundo casi acabara devorándole a él en aquel su primer viaje. Lo hicieron Salvador Dalí, García Lorca, Luis Buñuel y tantos y tantos, certificando, ¡ellos sí!, que su genio no entendía de fronteras, de límites. Madrid, autopista hacia el cielo.
Y es que aún hoy, pareciera que si quieres definitivamente ser alguien en el firmamento patrio tienes que alquilar piso en Madrid. Feijóo se ha pasado media vida desojando la margarita, yendo y viniendo a la capital en trenes de segunda (Correos, Insalud…, puro Wikipedia), escuchando las voces de las sirenas que le reclamaban una y otra vez el regreso definitivo a una barataria Ítaca.
Pero, como buen gallego, fueron también muchas las veces, muchos los años, en los que cuando parecía que iba, en realidad es que se quedaba. Eso hasta ahora. Hasta que no hace tanto, pidió pista libre, y aterrizó como aterrizan los dioses inevitables en tierras de tiburones: bajo un calculado silencio de la balacera, bajo armisticios tácticos.

Pero en el caso de Núñez Feijóo no son solo sus desconexiones, sus recurrentes meteduras de pata en cuestiones de números y de pura economía para torpes, sus descuadres con la Unión Europea, sus groseros errores en las citas literarias y sus autores, que eso a cualquiera que mucho hable muchas veces tiene ocasión de errar, es su pura imagen la que le traiciona. Cada vez más enjuto, más encogido, más yendo al norte cuando parecía que se dirigía al sur, más diciendo una cosa y haciendo justo su contraria.
Y es que lo ves ahí, junto a una Ayuso siempre crecida, taconeando fuerte, siempre marcando el destino con brochazos prestados en El Rastro, que hasta cuando dice que calla —Yo lo que tenía que decir sobre la renovación de CGPJ ya se lo he dicho a quien tenía que decírselo— la consecuencia es que empequeñece más y más a quien debería tener obediencia. Sucede así que ves así a un Feijóo que pareciera está, una y otra vez, pidiendo permiso para hablar. Para hacer.

Ciertamente, a mí Alberto Núñez Feijoo me ha empezado a dar pena. Una pena como esa que arrastraba la voz y la escritura de Antonio Machado desde que abandonó su casa natal en la capital andaluza —Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla…—, pena de pensar que un día lo dejaste todo y empiezas a no entender que haces tú ahí en medio de esa jauría a la que lo que menos le importa es su país, esa gente que entiende que su patria es solo su patrimonio, que sus privilegios son parte de los colores de la bandera, y que si hay que dar un golpe, aunque sea blando, se da cuantas veces necesario sea.
Al fin y al cabo, ellos ya viven en Madrid, parasitan Madrid, y Alberto Núñez Feijóo es solo un gallego que está de paso. Y Madrid, ya lo dice la copla tabernaria: Madrid es España / dentro de España. Entonces, ¿qué es España sin Madrid? Casi nada. Como Feijóo.
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