Un fantasma recorre el planeta, el fantasma del totalitarismo. Putin y Trump son sus adalides y tienen buenos maestros en la historia. Esta misma semana la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, señalaba a uno de ellos: Adolf Hitler, el padre de todas las catástrofes. Por su parte, Esperanza Aguirre nos recordaba que es ridículo dar lecciones de democracia a Estados Unidos. Estoy de acuerdo. Pero su telepresidente sí que parece necesitar unas cuantas, incluso de cultura general.
Lo que apunta Carmena, las coincidencias entre Hitler y Trump, ya han salido a la palestra antes y nos llevan al mismo lugar común, a la tentación totalitaria. Hay acojono en Occidente y, probablemente, no sin razón. Estamos observando cómo la involución global se extiende cual mancha de aceite y con expectativas de que será una marea dificil de parar. Pero conviene recordar que es el pueblo, la ciudadanía como gusta decir ahora, el que elige en las urnas…para bien y para mal.
Las grandes crisis producen, a menudo, grandes monstruos. Tras el crack del 29, los años 30 nos trajeron en la vieja y liberal Europa el ascenso de los nacionalismos y totalitarismos (¿nos suena hoy de algo?). Hitler fue su principal exponente porque era el líder, elegido en las urnas en 1933, de una potencia como Alemania. Con un mensaje nacionalista, descalificador de la entonces clase política y un tono ardoroso se encaramó a la Cancillería. Trump ha empleado armas similares y está en la Casa Blanca.
Ambos presentaron una foto parecida, la de -según ellos- un país en postración. Y cuando eso ocurre urge buscar culpables, que siempre son externos (el independentismo catalán, los del brexit o el chauvinismo francés aplican el manual a pies juntillas). En el caso de la Alemania y, por extensión, de la Europa de entreguerras se señaló a los judíos. Ahora se apunta a los inmigrantes, especialmente mexicanos y musulmanes de donde quiera que sean éstos. Para los primeros se habilitaron ghettos y campos de concentración, rodeados de muros. Ahora Trump parece dispuesto a levantar la gran muralla americana en la frontera sur de Estados Unidos. Hay que parar a los que cruzan al norte («robando el trabajo a los americanos», dice el presidente) en busca de una vida mejor, al igual que hicieron en su día los que cruzaban el charco desde Europa, como su abuelo alemán Friedrich Trumpf.
Cuando Obama llegó a la Casa Blanca, USA sí que atravesaba un momento económico muy delicado. Allí estalló la crisis que contagió al resto del mundo. Nunca sabremos lo que pudo dar de sí una presidencia de Obama en un marco de normalidad o bonanza económica. Lo que sí sabemos es que no echó mano de la retórica victimista (como hacen todos los nacionalismos), se arremangó y se puso a trabajar. Bajaron significativamente los niveles de paro y se reactivó la economía antes que en ningún otro país. A pesar de eso, Trump presentó una nación postrada, perdido su fulgor imperial ¡quién lo diría! y le compraron el mensaje. Hitler en su día también presentó una nación humillada, dejó de pagar la deuda de guerra y enarboló la bandera del pangermanismo, de la gran Alemania, del Reich que duraría mil años. Porque los nacionalismos cuando se sienten fuertes se creen imperiales. Donald ya ha cogido el camino. Y para recorrerlo, al igual que hizo Adolf, necesita aunar voluntades a su causa superior.
¿Cómo hacerlo? Sin reparar en nada. En ambos casos se trata de grandes comunicadores. Los discursos radiofónicos de Hitler eran memorables. Las diatribas televisivas de Trump no lo son menos. La mentira como recurso la elevó al altar el director de comunicación del Führer, Joseph Goebbels. Y a la hora de llevar a la práctica eso de «repite una mentira mil veces y se convertirá en una verdad», Donald no se corta un pelo.
La supremacía aria marcaría el eterno gran Reich. La supremacía americana (la de USA) marcará el resurgir del imperio. Ambas cosas son consecuencia de un nacionalismo exacerbado, de ese mensaje de «nuestro país para nosotros. Nuestras costumbres, religión y valores son mejores que los de los demás». Son excluyentes. Los nacionalistas son una parte pero se arrogan el todo. Y si no estás de acuerdo acabas siendo un enemigo, aunque no sea esa tu intención. Nos lo enseña la historia.
A los Trump, Putin o Erdogan (por citar algunos de los que ya ejercen el poder) lo que de verdad les pone es gobernar a golpe de decreto, de orden presidencial ejecutiva. Sin muchas (o mejor, ninguna) cortapisas, sin prensa libre que les fiscalice o critique su labor. En Rusia y Turquía el poder se emplea con contundencia contra la libertad informativa. Cierres de medios de comunicación e incluso eliminación física de periodistas molestos sin encontrar sospechosamente culpables, están a la orden del día. Trump tiene otro entorno, en las redes sociales está como pez en el agua, allí donde nadie fiscaliza ningún contenido, donde se siente redactor en jefe.
Que un candidato a la presidencia norteamericana declare la guerra a los periodistas y a los medios es grave, que lo haga el presidente debería asustar a todos los demócratas del mundo mundial porque ese discurso se lo ha comprado una gran parte de la ciudadanía que identifica a periodistas y políticos como parte del mismo establishment que ha llevado -dicen ellos- el país a la ruina.
El fantasma del totalitarismo, de la involución global, recorre el planeta. Para imponerse necesita personajes que presuman de lo que no es cierto, esa es la acepción del Diccionario para el vocablo «fantasmón». No les importa mentir a sabiendas para conseguir sus «fines superiores». De Adolf a Donald el camino es el que va de las hitlerianas camisas pardas y negras a los trajes de dos mil dólares. Hitler podría haber pasado a la historia como el político de bigotito a lo Charlot e indomable flequillo cuando se desmelenaba en mítines y arengas. Pero no fue así…y costó caro, muy caro. Trump podría pasar a la posteridad como el presidente cuyo tupé es un canto a la arquitectura capilar.
Ojalá sea así. El mundo siempre ha ido sobrado de fantasmones, pero parece no aprender.
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