Una emergencia social en este mundo tan diverso y tan deshumanizado se nos aparece ante los ojos incrédulos con muchos aspectos: hambre de pueblos enteros aislados en el desierto o entre zonas bélicas, marginalidad en ciudades que viven su propia vitalidad dándoles la espalda o las sobras, desempleo manipulado, migraciones forzadas, trata de personas, refugiados que han venido a parar aquí desde tan lejos que no saben decirlo ante un mapa, desorientación idiomática e incluso religiosa. Nos gustaría no tener que escribir la palabra etcétera porque con su escritura ya estamos cometiendo el mal que no deseamos provocar y que quién sabe qué grado de culpabilidad esconderá en nosotros, en nuestra actitud de ponernos de espaldas y mirar hacia otro lado, por nuestra sensibilidad interior donde se oculta tan ancha entre resentimientos, sentidos de culpa y el lógico enfado de ver cómo no podemos hacer nada ni nosotros ni mucho menos los que sufren estas denigraciones. En el mundo desarrollado también existen las espaldas cuadradas, las caras bajas y tristes, los largos silencios y la vergüenza que algunos tienen que pasar por haber sido engañados, timados, defraudados. Y está ese extraño mirar atrás porque se ha quedado la sospecha de la burla y la estigmatización. En cada persona que tenga esas características podemos adivinar una emergencia social que quedará sólo en uno mismo, en la pareja, en la familia con muchos niños que no son precisamente un signo de esperanza.
También existen las emergencias espirituales: las de los creyentes de su religión concreta que hablan a diario con su Dios y no comprenden que, con lo poderoso que es, esté enfrentado (más bien los que le adoran con mayor tiempo de dedicación y estudio) con el Dios del templo que hay al lado. Y en este panorama se despiertan personas y familias cada mañana mirándose con cara de preocupación, observando con cierta esperanza a los cristianos (que también los hay, y suelen ser más recogidos y sociables). Nada más abrir los ojos ya se les pone la mirada caída, rictus de tristeza y de desesperación porque no esperan a nadie, no van a tener visitas, no va a venir ni el médico siquiera, ni un sacerdote que les escuche ni les bendiga. Si salen afuera es para cerciorarse de que alguien los mira de otra manera y les muestra otra iniciativa vital para compartir. Ellos esperan mucho de la buena mirada de un cristiano, aunque siga mirándolo de reojo. Es momento de actuar. Es Corpus. Es que Cristo pasa.
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