“Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream (la corriente del Golfo) y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Así escribía el libro de un aventurero pescador viejo que miraba al cielo de agosto y no quería que se le fuera el verano sin darse una nueva ocasión de retar al mar caliente. “En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente “salao”, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por eso el muchacho había salido con otro pescador que cogió tres buenos peces la primera semana”. Al chaval le entristecía ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil, remendada con sacos de harina y parecía una bandera en permanente derrota. Y así semejaba estrenarse cada jornada mirando la superficie del agua que, con su dejarse llevar de la brisa, le traía imágenes con las que gustaba recrearse. El viejo hacía esto todos los días. Pero perdió la costa cuando un pez enorme y sigiloso que apenas nadie había visto picó el anzuelo, y así se iba moviendo el barco mar adentro dejándose guiar por la fuerza del pez. En ese rumbo, al poco apareció un tiburón y luego otros más. El peligro siempre acechaba, y el reto sobre quién vencería pasó a ser una conversación entre ambos hasta el final.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de piel que el sol produce con sus intermitentes reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondaS cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando se sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto. Y así, todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos. Ya empezaban a verse los pescadores que aquel día habían tenido éxito y llevaban sus agujas tendidas sobre dos tablas, los hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. En la cabaña del viejo, se descansaba cuando se podía. En las paredes, aplastadas y superpuestas hojas de “guano” de resistente fibra, había una imagen de colores del Sagrado Corazón de Jesús y otras de la Virgen del Cobre, que eran reliquias de su esposa. Tenía de ella una foto que tuvo que retirar porque le hacía verse a sí mismo demasiado solo. Pero aquel día tenía enganchado un tiburón en su barca, muy vivo y muy dicharachero con el que estuvo todo el tiempo dialogando. Y así pasaba el viejo su tiempo.
Llegada la noche acudieron elegantes delfines en torno al bote, rolando y resoplando cuando hacían el amor. Decía el viejo que son nuestros hermanos, como también lo son los peces voladores. Pero no podía dejar de sentir lástima por el gran pez enganchado todo el día en su barco, con quien no dejaba de hablar y arrastrar en la mente sus pensamientos. En la caída del día veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Pero mirando una bandada de patos se consoló razonando que nunca y nadie está jamás solo en la mar. Una lectura sosegada, vigilando siempre al enemigo que llevaba con él era un gozo ese día. Hacia medianoche tuvo que enfrentarse a aquel bicho que había sido compañero durante el día, porque vinieron otros tiburones en plan aguerrido y él les daba golpes con la caña del timón. El viejo navegó suavemente en retirada no permitiéndose tener ningún pensamiento. Cansado de tanta brega y tanto defender al bicho que se le había confiado en su barquito, se dijo que ya estaba cansado, llevó las cosas a su choza y se tumbó en la cama razonando lo profundo que era su cansancio. Pronto se puso a soñar en leones marinos.
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