Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Debatiendo

El punto sobre la ‘i’ de lo inevitable

"La doncella y la muerte", cuadro de Marianne Stokes en el Museo de Orsay (Fuente: Wikimedia).

Nada hay más cierto e indiscutible que esa verdad inevitable: todos tenemos que morir. El pensamiento de que un día, tal vez no muy lejano, dejaremos este mundo provoca en nosotros un pensamiento de miedo. Sólo los animales no son conscientes de que han de morir y por eso viven ajenos al temor que el ser conscientes de la propia muerte lleva consigo.

¿Pero efectivamente todos los humanos tenemos miedo a morir? Conozco a numerosas personas que pasan por este mundo sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte. Son los santos. Han hecho del amor a Dios y a los demás por Dios el eje y motivo de su existencia. Viven de fe, de esperanza y de amor y para ellos el día de su muerte no es el día del final, sino dies natalis, el día de su nacimiento para la eternidad.

Todos tenemos presentes los terribles efectos del tsunami de Fukushima, los terremotos de Turquía, Siria y Marruecos. Miles de muertos por cataclismos producidos por la naturaleza. A eso se une el temor de la población mundial ante los peligros de la radiactividad. A lo ocurrido en Japón, con la contaminación radiactiva, se suma el miedo a la utilización de bombas nucleares en guerras como la que se desarrolla entre Rusia y Ucrania. Hay miedo también a que en alguna ocasión centrales nucleares europeas puedan sufrir accidentes de consecuencias imprevisibles.

Llama la atención la distinta postura que, ante lo inevitable, la muerte, adoptan las gentes educadas en culturas completamente distintas. Los japoneses han dado al resto del mundo una lección magistral: la muerte es inevitable, pero quizá no lo sea tanto la impaciencia, el desorden, el temor a la muerte y la muerte misma si ha de acaecer como consecuencia de escapes radiactivos, ya que a lo mejor, poniendo cerebro, serenidad y manos a la obra, a esos escapes radiactivos se les puede poner remedio. Y unos pocos, trabajadores de la central de Fukushima, en la que se pronosticaron los escapes de moléculas radiactivas, en vez de salir huyendo decidieron elegir el modo, el lugar y el momento en que había llegado para ellos el final de sus vidas en aras de salvar a miles, o tal vez millones, de sus semejantes. Indudablemente ninguno de ellos ignoraba que más tarde o más temprano habrían de morir y se permitieron ‘el lujo’ de dar un sentido heroico a su posible final a fin de evitar una nueva catástrofe para su país.

Para quienes nos consideramos cristianos, la fidelidad a Cristo en esta vida nos prepara para cruzar la frontera, que es para nosotros la puerta de la esperanza. Precisamente la esperanza en la vida eterna, unida a la fe en la resurrección, son la luz de nuestros ojos para contemplar el sentido último de nuestra existencia. Dios ha creado al hombre para la vida y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe, el mundo moderno acabaría en un sepulcro sin futuro, sin amor y sin esperanza.

Recuerdo (y traigo aquí) unos versos del Seráfico, un labrador-poeta de mi pueblo:

Mueren todos los prelados,
jueces y gobernadores;
grandes, medianos, menores;
doctores y cirujanos.
Abrid los ojos, mundanos;
no pecad, que eso es locura.
Y haceos la compostura
de que tenéis que morir
y os tiene que cubrir
una triste sepultura

José Ochoa Gil

José Ochoa Gil es abogado y colaborador de “La Verdad” y el seminario “Valle de Elda”, y en Alicante con la revista trimestral “Punto de Encuentro”, editada por CEAM Parque Galicia.

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