En la última década del pasado siglo XX, en la Iglesia católica se extendió la idea de la posible consagración de las mujeres como sacerdotes. A ese respecto, unos periodistas abordaron a la madre Teresa de Calcuta solicitando su opinión. La monja santa, con la modestia y la gracia que le caracterizaban, les respondió: “Escuchen, nosotras estamos empeñadas en seguir los pasos de nuestro señor Jesucristo, pero en absoluto hemos pensado jamás en adelantarle”. A buen entendedor no son necesarias más explicaciones. Sin embargo sí me parece conveniente el tratar de dar contenido al título que encabeza este artículo.
En antropología cristiana la mujer, como persona humana, no tiene menos dignidad que el hombre. Pero, con demasiada frecuencia, la mujer ha sido y es considerada, aún hoy, como un ser inferior -incluso como un objeto- por causa del egoísmo masculino tendente al dominio y a la prepotencia que ha hallado su víctima entre las mujeres. Todos los cristianos están llamados a luchar contra las formas que asuman esa mentalidad. Pero, sobre todo, las mujeres tienen el deber de contribuir ellas mismas a alcanzar el respeto de su personalidad femenina no rebajándose a ninguna forma de complicidad con aquello que contradice su dignidad.
Pero tengámoslo claro, la perfección para la mujer no consiste en ser como el hombre: en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer. Su perfección consiste en ser mujer, igual en dignidad que el hombre, pero diferente del hombre. En la sociedad civil y también en la Iglesia la igualdad y la diversidad de las mujeres deben ser reconocidas. Diversidad no significa necesariamente oposición. De hecho, la diversidad entre hombre y mujer, es esencialmente complementariedad y ello hasta tal punto que, sin duda alguna, la instauración de un orden temporal plenamente conseguido debe ser resultado de la cooperación entre el hombre y la mujer.
La verdadera promoción de la mujer consiste en lanzarla a aquello que le es propio y conviene a su cualidad de mujer, es decir, de criatura diferente al hombre. Esta es la ‘emancipación’ que se corresponde con las indicaciones y disposiciones de Jesucristo, que atribuyó a la mujer misiones que le son propias y que corresponden a su natural diversidad frente al hombre. Y eso en aquel tiempo suyo, cuando el paganismo consideraba que la mujer era un objeto de placer, de mercado y una carga, mientras el judaísmo la mantenía marginada y humillada. Cristo demostró siempre la mayor estima hacia cualquier mujer y fue particularmente sensible para con el sufrimiento femenino.
Traspasando las barreras religiosas y sociales de su tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona ante Dios y ante los hombres. Deseando entrar en nuestra historia humana, Jesús quiso tener una madre, María Santísima, y así elevó a la mujer a la más alta cumbre de su dignidad: madre del Dios Encarnado, Inmaculada, reina del Cielo y de la Tierra. Por eso las mujeres cristianas, como María Magdalena y las otras mujeres del Evangelio, seguidoras de Jesús, son testigos con la misión de proclamar que Cristo ha resucitado realmente; que vive y que Él es nuestra esperanza de vida eterna.
La reivindicación, por parte de algunas mujeres, del sacerdocio ministerial en realidad se apoya sobre un presupuesto insostenible: el ministerio sacerdotal no es una función a la que se accede a través de criterios sociológicos o de procedimientos jurídicos, sino sólo por obediencia a la voluntad de Cristo. Ahora bien, Jesús confió la labor del sacerdocio ministerial sólo a personas del sexo masculino. Incluso habiendo invitado a algunas mujeres a seguirlo y habiéndoles pedido su cooperación, no llamó ni admitió a ninguna de ellas a formar parte del grupo al que había de confiar el sacerdocio ministerial de su Iglesia. Su voluntad aparece clara desde el conjunto de su comportamiento. Resulta de los Evangelios que Jesús no mandó nunca a las mujeres en misión de predicación, como hizo con el grupo de los doce, que eran todos ellos hombres (Lucas 9, 1-6) y lo mismo ocurrió con los 72 discípulos, entre los que no hay presencia femenina (Lucas 10, 1-20). Sólo a los doce confirió la misión y el poder de repetir la Eucaristía en su nombre (Lucas 22, 19), lo que constituye la esencia del sacerdocio ministerial.
La voluntad de Cristo fue seguida por los apóstoles y sus sucesores. Esta tradición se ha confirmado con la Alocución Apostólica ‘Ordinatio Sacerdotalis’ (22 de mayo de 1994) declarando que “la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta afirmación debe ser tenida como definitiva por todos los fieles de la Iglesia”. Así fue instituido por Cristo. Pero igualmente tengamos muy presente que en el Reino de Dios, que es la Iglesia, los más grandes no son los ministros, sacerdotes u obispos, sino los santos, hombres o mujeres.
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