Cuando murió el dictador, tras algunas semanas de mantenimiento artificial, para que el fallecimiento coincidiera con el 20N del falangista póstumo más venerado del régimen, yo acababa de finalizar el servicio militar obligatorio. Corría el año 76, donde los rigores más recalcitrantes de la política “nacional” se hallaban por primera vez en “tierra de nadie”, dando bandazos en falso. El país conspiraba en barruntos cada vez más potentes para instaurar lo antes posible una democracia, aunque fuera monárquica. Había prisa, la calle estaba cada vez más llena de manifestantes…y los tiempos cambiaban vertiginosos.
A la “movida” política, se había unido la musical, con la eclosión de cantautores y grupos roqueros españoles desplegando letras de denuncia social y de libertad democrática y cultural —como “Triana”, “Tequila”, “Paco Ibáñez”, Raymon…—, que se extendían por gran parte del país aterrizando en la clase obrera con inquietudes, hasta entonces, insospechadas, porque en ella, todavía reinaba el electrizante aroma de la incipiente ruta del “bacalao”. Y ahí es donde la escuela nocturna pública tuvo sus quehaceres, que se le amontonaban: La gente laborable, quería saber, prosperar, acceder a otro trabajo menos penoso o más de acuerdo a sus gustos y habilidades nuevas.
En las antiguas escuelas “graduadas” habían habilitado un aula para adultos currantes, que trabajaban durante el día y acudían cuando terminaban la jornada, desde las 20:00 hasta las 22:00 horas de la noche. Los maestros que impartían esas clases crepusculares eran conscientes del desgaste físico de su alumnado, considerando, que solamente con acudir a las mismas, ya cumplían el requisito indispensable.
La señorita Menargues era requerida por el pletórico y atento profesor Ángel Heras, para desplegar en la pizarra con la humilde tiza blanca, una operación de términos algebraicos que, con una paciencia, pericia y sencillez, nos había enseñado con vocación y entusiasmo nuestro maestro y amigo el día anterior. La señorita Menargues resolvió con soltura la suma de términos matemáticos y volvió al pupitre al lado de su amiga Fuensanta, que la felicitaba detrás de sus finas gafas y su pelo recogido y negro: ¿Cómo se puede suspender a alguien que se esfuerza por aprender tras diez agotadoras horas de trabajo?
Antonio Pérez, joven y espigado como una tierna palmera, donde destacaban en su cara blanca, unos ojos vivos de enormes pestañas, tenía por inseparable compañero a otro joven de su misma edad, José María, moreno de barba cerrada y ojos risueños que parecían sonreír ausentes de los labios. Ambos eran oficinistas en sendas fábricas de calzado, a pesar de sus dieciocho años que tenían, querían consolidar sus conocimientos y necesitaban el graduado escolar para afianzar mejor sus puestos de trabajo. La señorita Paqui, nos aleccionaba con las oraciones gramaticales plagadas de complementos directos, indirectos, del nombre… La teoría lingüística nos costaba mucho asimilarla y Paqui, se cogía unos lógicos y visibles cabreos que nos dejaba “heridos” mansamente, pero igual de confusos; y es que se resistían las bimembres y unimembres. Así que para escribir correctamente, preferíamos la práctica; las redacciones con “libertad de tema”. Ahí ya disfrutábamos más, a nuestro aire y con algunas —bastantes— faltas de ortografía. Luego los leíamos en clase y nos partíamos de risa. Las hermanas, Rosa, que luego estudió para maestra, Isabel, con el pelo largo negro y liso y Otilia, que escribía muy bien sus redacciones, venían, si no recuerdo mal, de la partida ilicitana de “Perleta”.
No creo que hubiera otra escuela nocturna en esos años predemocráticos, por eso asistía gente de todos los barrios ilicitanos. Allí nadie acudía, ni obligado, ni a perder el tiempo. Estábamos todos aquellos que queríamos que el conocimiento y la cultura expandiera nuestras mentes, que nos abrieran caminos para fortalecer una sociedad que dudaba todavía de sí misma —y aún sigue dudando—, que no se creía estar libre y fuera de las “prisiones” para elegir un destino colectivo y en libertad, que la democracia era asunto de todos, o de nadie, o de los mismos de siempre.
Tere, agradable y simpática compañera, estudió luego Derecho en la universidad a distancia. Loli, pelo largo, alta y comedida en el trato, me recordaba a la cantautora de entonces, Cecilia. Asunción o “Asu” como quería que la llamásemos, nos daba clases de inglés. Era rubia, melena corta, bien parecida y un ajuar de tejidos cromáticos interesante. Con ella aprendimos la base elemental de un idioma que ya se estaba imponiendo al francés en el bachillerato diurno y el nocturno.
La gente que curraba y estudiaba por la noche, en general faltaba poco a las clases, excepto cuando se convocaban manifestaciones y huelgas, que eran a menudo, y de las no nos perdíamos ninguna, por supuesto, con el beneplácito de los docentes, tras la “mani”, nos íbamos, Jesús Ibáñez, Agustín Sempere, José María, Antonio Pérez, Gallego, Fini y algunas chicas más a las tabernas de paso obligado, a tomar unos vinos, donde charlábamos largamente de la actualidad política. Había una alta conciencia en cambiar muchas cosas, aunque luego pasara como en el “Gatopardo”: “cambiarlo todo para que nada cambie”: ¡Triste!, esta vuelta al individualismo pertinaz.
Ángel, a pesar de ser de letras, nos explicaba las ecuaciones de primer gado con una facilidad pasmosa, despacio y repitiendo hasta que toda la clase lo hubiera pillado. Pascuala, una agradable trabajadora de aparar forros y cortes para zapatos en máquinas de coser, tenía un cerebro increíble, lo captaba todo, transportado en un puñado de aire. Sacaba sobresalientes. Nadie se lo explicaba. Y ella tan modesta, tan campechana y tan pancha, como esperando un tren de mercancías. Otro portento a reseñar era Santos, un chico alto, rubio, fuerte y un atractivo especial para las chicas. Su cráneo albergaba un disco duro entre sus pobladas cejas, que se desataba en las ciencias y en las matemáticas. Él y Pascuala compartían los laureles merecidos y las felicitaciones se sus compañeros.
La esperanza de “Espartaco” bullía en las aulas para adultos, en las noches frías o calurosas ilicitanas. Ni la lluvia o la tormenta, impedían la asistencia de unos jóvenes ilusionados con un futuro que nuestros esfuerzos comenzaban a darle color. Fini, con sus perezosos ojos verdes, cargados de irisaciones, y su sonrisa adolescente de carmín, soñaba con guapos y avezados moteros, surcando los vientos de sus quince años. Los recuerdo a todos… y perdón si me faltan nombres, que permanezcan aquí, en el invisible blanco de la página: Inoto, Reverte, Vicente, Conchi, José Antonio, María, Carmen, Juana, Loli, Tere… recuerdos de un tiempo pasado que se amontona en la memoria.
Selección fotográfica procedente de la Memoria Digital de Elche de la Cátedra Pedro Ibarra de la UMH (elche.me)
supervisada por el periodista José Filiu.
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