Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Lontananzas

«El Chirra»

Fotografía: Sérgio Alves Santos (Fuente: Unsplash).

Corría el año 1975 y era agosto. Yo iba rapado al uno y disfrutando de un permiso militar de un mes. Nada más llegar a la casa familiar, me despojé del “traje de granito” color verde oliva y la sudada camisa crema suave. Me duché con agua fría. Me embutí el pantalón campana azulón, un niqui amarillo y me calcé las plataformas que me elevaban hasta cotas increíbles para un tipo que apenas medía uno sesenta. Ante el espejo tuve un acto reflejo de intentar peinarme. Me ocurría a veces. Bajé las escaleras cogido a la barandilla para no perder el equilibrio; nunca me acostumbré a llevar esos zancos. Era viernes a las seis de la tarde. Troté como un caballo desbocado por las “inseguras” aceras, tratando de equilibrar la postura más eficaz para no despeñarme. Me dirigí al bar “Levante”. Allí encontré sentado en un taburete y fumando al “Bigote”. Lo saludé y pedí lo que él estaba tomando: un cubata clásico de cola. El Bigote era alto, muy alto para esa época. Siempre estaba riéndose, con sus ojillos de asentimiento y sus orejas grandes y graciosas. El Bigote era amigo de todos y se iba a cualquier sitio, por extravagante que fuera, solo por amistad y noble camaradería. Le dije que en cuanto me tomara el segundo cubata me largaba a Benidorm a bailar, a respirar oscuridad y yodo. Y si le apetecía venir. No hicieron falta más palabras.

Llegamos a la estación de autobuses, frente la plaza de Mariano Antón y allí nos encontramos al “Llanero solitario”. Otro amigo de aluvión turístico que estaba más solo que la luna. Era muy difícil verlo acompañado. Si te apostabas una buena pasta podías acertar siempre. Nos dijo que estaba aburrido y se había sentado a ver cómo bajaba y subía la gente en los autobuses.

 —Nosotros nos vamos ahora mismo a Alicante, a las siete y media sale el autobús, y de allí a Benidorm y a las discotecas —le dije moviendo un poco la cintura —. ¿Te vienes?

Plaza de Mariano Antón (Fuente: Cátedra Pedro Ibarra / www.elche.me).

El Llanero solitario miró hacia ambos lados, luego miró el suelo, levantó su cabeza rizada de pelo abundante y mirándonos con sus ojos inexpresivos, del color de un mar turbio, nos dijo:

 —¡Vale, voy con vosotros! ¡Aquí no hago nada!

Y subimos los tres al autobús en dirección a la capital, donde hicimos transbordo en otro “jaco” metálico, que nos llevaría a la ciudad cosmopolita y libertaria donde el verano no dormía. Lo primero que hicimos nada más aterrizar en suelo “franco” fue cenar pollo asado y una “pinta” en un bar conocido que se llenaba de ilicitanos. Luego recorríamos las “discos”: 007, 100 Pipers, Evas… Al final, como casi siempre, entrábamos al Madeira a bailar con media Europa y a bebernos los cubatas de la otra media. En esa discoteca nos encontramos con Paquito, un colega carpintero que fabricaba con su padre hormas de madera y tacones para zapatos de señora y caballero. Al vernos, se unió al grupo. A las cuatro de la mañana, nos habíamos quedado solos en la pista de baile, bailando unidos a la cogorza que llevábamos.

Salimos afuera. Al lado había una piscina llena de agua donde la luna llena se bañaba. Sentimos envidia de su reflejo. Estábamos empapados de sudor y ardiendo por fuera y por dentro. Saltamos la empalizada de flores y arbustos olorosos como el jazmín y el “galán de noche”. Nos despojamos de las ropas y nos lanzamos desnudos al agua, que estaba templada todavía. Finalmente, limpios de sudor y borrachera, nos encaminamos hacia las orillas del mar para terminar de despejarnos. Por el paseo marítimo, los extranjeros proliferaban como champiñones. Altos, colorados de sol y sonrientes como niños y niñas grandes. Cerca de nosotros pasaron unas inglesas cantando “borriquito como tú”. El Bigote levantó su estatura como una canasta de baloncesto y las acompañó un rato cantando con ellas la famosa canción de Peret. Nos entraron risas a todos y al final acabamos cantando por unanimidad esa tontería tan pegadiza en aquel verano.

Fotografía: Kordi_vahle (Fuente: Pixabay)

Aún con el sabor a sílice, algas y sal marina chirriando entre los dientes, con el eco de la música demoledora resonando en los tímpanos, nos dirigimos a las afueras para volver a casa, sacando el dedo pulgar a pie de carretera, siempre paraban algunos colegas que nos conocían o no y subíamos si nos cogía de camino a casa. Subimos en un coche que iba hasta Alicante, pero uno de nosotros se tenía que quedar. Se quedó el Bigote, acompañado por un joven que hacía también dedo, que tenía diecisiete años, se había ligado a una holandesa de veinticinco y se llamaba Ramón Cremades. Eso es lo que nos dijo. El coche nos dejó cerca de la estación de autobuses, les dimos las gracias y bajamos después de despertar a Paquito, el carpintero, que se había quedado dormido. Nos sentamos en un banco a esperar, con las piernas condolidas de tanto taconeo e imposturas. El cansancio nos estaba haciendo mella y en eso escuché una voz que me resultó familiar, aunque de lejos. Alguien me llamaba por mi apellido. Me volví y tras unos segundos de titubeo exclame:

—¡Hombre, “Chirra”! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces por aquí?

—Vengo de Suiza. El avión me ha dejado en Barcelona y de allí he venido en autocar hasta Alicante. Y ahora voy a coger el primero que salga para Elche.

—Nosotros también. Hemos venido a dedo desde Benidorm —le dije.

Le presenté a los colegas. El Chirra les dio la mano con una cierta mueca de superioridad. A primera vista supe que no le cayó nada bien al Llanero solitario. El Chirra era bajito y fornido, de pelo medio rubio y anillado, y llevaba gafas de vista gruesas, sobre unos ojos saltones y azules claros.

—Falta más de media hora para que salga nuestro autobús —nos dijo — ¡Vamos al bar, os invito a tomar lo que queráis! Me he traído mucha pasta de Suiza —volvió a la carga con bravuconería.

Fotografía: Life Of Prix Leeroy Agency (Fuente: Pixabay).

Nos enseñó un fajo de 25.000 pesetas, en billetes de mil, estrujados en un hondo bolsillo de sus pantalones anchos, estrafalarios y verdosos, que le llegaban por debajo justo de las rodillas, bajo una camisa blanca con dos tirantes de flores rojas y amarillas. Nos sentamos en la barra y el Chirra pidió coñac para todos en copas secas. Nadie se opuso. El espléndido viajero se la tomó de un golpe, sin tocarle la lengua y pidió otra. Nosotros, no sin dificultad, le seguimos el hilo. A los veinte minutos llevábamos tres copas por barba en las tripas y la cuarta en la mano. Entonces llegó el autobús. El Chirra se percató y mirándonos se arreó el cuarto y sacó un billete de los verdes para pagar. Cerramos los ojos y nos metimos el caldo abrasador que fue bajando hasta un infierno de jugos gástricos que burbujeaban por el calor etílico desatado. Subimos al autobús chispados y tambaleándonos por las escasas escaleras, que nos parecieron más un rascacielos neoyorkino.

Cuando bajamos en la estación de Elche, lo primero que hicimos fue entrar en el Sami y tomarnos un cubata de vodka con limón. Ese fue nuestro desayuno, seguidos de un par de ellos más. Estábamos secos por el maldito coñac. Pagaba el nuevo rico con un orgullo incontenible y molestando una y otra vez al Llanero, que ya estaba más picado que el vino que bebían los romanos en campaña. Era sábado, y al Chirra se le había enquistado la manía de ver a su amigo Curro. Yo, que también lo conocía, le dije que los fines de semana solía estar en la pedanía ilicitana de La Marina, en unas casitas que había frete a la playa del Pinet. Al rato habíamos subido en una destartalada guagua que nos iba a dejar a pie de playa. Mientras tanto, el Chirra y el Llanero solitario seguían picándose mutuamente. No se cayeron bien desde el principio. ¿Misterios de la anatomía? Paquito el carpintero reía placentero en esa jauja momentánea de barra libre y levitación pasajera.

Cuando llegamos a la pedanía de La Marina bajamos. Frente a la carretera polvorienta había unas dunas y matorrales que el viento removía. A cincuenta metros escasos, se vislumbraba un chiringuito y a unos ciento cincuenta, las casitas, en donde residía “el Curro”. Paquito y yo llevábamos los pies destrozados. Nos subimos los pantalones y nos quitamos los zancos para andar por la arena blanda y abundante. Entramos en el chiringuito y tuvimos suerte. Allí estaba el Curro, con sus ojos tranquilos de un serio azul, de fuertes mandíbulas bajo un rostro amable, blanco y algunas pecas que le daban un aire familiar y cercano a los amigos. Lo saludamos, el Chirra estaba eufórico, sacó billetes e invitó también a todo aquel que estaba en la barra consumiendo. Quería sorprender al Curro, su afamado amigo al que veneraba mucho antes de irse a Suiza. Le contó aventuras, le calentó la oreja. El Curro bebía y lo miraba ausente, luego nos miraba a nosotros, con un rictus medio cómico, que parecía expresar: ¿cómo me habéis traído aquí a este personaje? Pero el Chirra no hacía más que sacar billetes y pagar bebidas. Era el rey de copas y todos pedíamos a pájara abierta.

Playa Les Pesqueres – El Rebollo (Fuente: Visit Elche).

El Llanero solitario, con el cubata en la mano, se había alejado de nosotros y estaba echándole los tejos a una chica, cuyo novio estaba en la barra bebiendo. No sé cómo ocurrió, pero a los pocos instantes el novio y nuestro amigo estaban rodando por los suelos entre las mesas y las sillas de madera dándose de lo lindo. En seguida, encabezados por el Curro, fuimos a separarlos. El Llanero estaba fuera de sí, entre el alcohol y lo picado que ya estaba, nos fue muy difícil reducirle y calmarlo. Al Curro se le notaba visiblemente cabreado, estábamos agotando su paciencia y se suponía que éramos sus amigos. Así que Paquito, el Llanero y yo decidimos volver al pueblo. El Chirra nos dijo que se quedaba con su amigo. Nos fuimos camino de vuelta a coger otra vez la guagua que nos llevara a Elche. Yo no llevaba la conciencia tranquila al haberle llevado a uno de sus fans y hacerle presenciar a la fuerza el entremés de la pelea. Aunque también pensé que los billetes todo lo cura, si el mal es solo de una psique traviesa.

Cuando llegamos a la ciudad de las palmeras, la chufa que llevábamos era monumental. Recorrimos varios bares sin saber lo que bebíamos. Solo recuerdo que Paquito iba cantando canciones de Camilo Sesto a pleno pulmón: “Sueños que son amor/ son sueños que son pasión/ yo necesito saber/ si quieres ser mi amante/”. Los ojos del carpintero brillaban inmersos en una extraña felicidad sin causa aparente. El sol caía cerca del horizonte. El Llanero vomitó y después se fue a su casa y nos quedamos el imitador de Camilo y yo con ganas de seguir la marcha.

Pasamos cuarenta y ocho horas sin ir a casa, metidos en tugurios, en parques, limando esquinas, sangrando los pies. No sé cómo llegué a mi casa, si abrí o me abrieron la puerta, si había alguien. Amanecí en la cama. Eran las doce de la mañana del lunes y me levanté con una resaca memorable. Yo estaba de permiso, pero tenía que haber ido a trabajar y enfundarme el mono azul para poder cobrar y seguir corriéndome juergas los fines de semana. Lo primero que hice fue coger los zapatones altos y tirarlos a la basura. Ese día decidí dejar ya de pasear y sufrir con una estatura engañosa, por muy de moda que fuera. Estábamos a 31 de agosto, el dictador salía en la tele en blanco y negro temblando en una de sus últimas “representaciones” públicas. Bajé a la calle a despejarme. En unas ventanas abiertas de par en par se escuchaba a todo volumen una canción de los Lone Star: “Mi calle tiene un oscuro bar/ de húmedas paredes/ pero sé que alguna vez cambiará mi suerte…/.”

Antonio Zapata Pérez

Mi nombre es Antonio Zapata Pérez, nací en Elche, en 1952. De poesía, tengo publicados 13 libros de distinto formato y extensión, que responden a los siguientes títulos por orden de publicación: "Los verbos del mal" (1999), "Poemas de mono azul" (1999), "Rotativos de interior" (2000), "Lucernario erótico" (2006), "Cíngulo" (2007), "Haber sido sin permiso" (2009), "Recursos" (2011), "101 Rueca" (2011), "El callejón de Lubianski" (2015), "Poemas arrios Prosas arrias" (2017), " Los Maestros Paganos" (2018), "Espartaco" (2019) y "Zapaterías" (2019). También publiqué un libro de artículos periodísticos autobiográficos titulado "Lontananzas", editado por el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, así como una antología de poesía, elaborada por el poeta e investigador alicantino Manuel Valero Gómez, junto a otros tres poetas alicantinos, denominada: "El tiempo de los héroes". Además, he colaborado en una veintena de libros colectivos y he publicado una novela titulada "La ciudad sin mañana" (2022). Actualmente trabajo en un libro de relatos, su título es "Solo en bares".

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