Estos últimos días hemos conocido cómo el Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana (TSJCV) ha condenado a la Conselleria d’Educació a indemnizar a la familia de una menor con 20 000 € por daños y perjuicios al reconocer la situación de acoso escolar que sufrió en el IES de Catral entre 2020 y 2021. Una resolución que señala al equipo directivo del centro por obviar los protocolos para atajar la violencia escolar con una alumna que entonces tenía 14 años. En su momento, se sancionó a los tres alumnos agresores, pero con la justificación de la pandemia por el COVID, no se aplicó. Como hemos podido leer en distintos medios, la acosada sufrió una constante presión con insultos como “asiática, gorda, cerda”, además de manchas en la ropa con tiza, empujones diversos o sustracción de material escolar, entre otras acciones. En una ocasión le arrojaron la mochila a un charco con agua. En las redes sociales y en su WhatsApp recibía continuamente insultos y amenazas.
No se trata de valorar los hechos ni la pena impuesta, sino de evidenciar una realidad innegable. ¿Quién no recuerda en su adolescencia situaciones similares o próximas de presión contra quien se consideraba débil o diferente en la clase? En esta etapa de formación y de crecimiento se concentran la mayor parte de situaciones de acoso, donde algunos protagonistas buscan imponerse sobre otros para ganar popularidad o reforzar su autoestima. El deseo de encajar puede llevar a algunos jóvenes a participar en estos actos o a no intervenir cuando lo ven. En muchos casos, los acosadores tienen problemas personales como conflictos familiares o experiencias de abuso, de manera que proyectan sus frustraciones en otros como una forma de liberar tensión. Una realidad que, en la generación de jóvenes actual, como producto de los avances tecnológicos, se ha incrementado; influencias como las redes sociales, los videojuegos, películas o incluso el comportamiento de adultos puede provocar que las situaciones de acoso parezcan normales o aceptables. La falta de empatía, de la capacidad de ponerse en el lugar del otro, con una falta de educación emocional, puede conllevar que no comprendan el daño que causan. Si añadimos las dificultades en la resolución de conflictos, que les conduce a recurrir a la agresión verbal, física o digital, la situación puede incrementar sus efectos.
Debemos atajar el incremento de estos casos. Con el retorno de la presencialidad en las aulas tras el confinamiento por la pandemia de 2020, los casos de acoso se han incrementado, con la percepción de un 24,4 % de los estudiantes que consideran en la actualidad que en su aula hay situaciones similares, a partir de un estudio de la Fundación ANAR y la Fundación Mutua Madrileña. En el estudio se destaca que las formas de agresión han evolucionado: el ciberacoso ha ganado protagonismo en las aplicaciones de mensajería y en las redes sociales, con un incremento significativo de las agresiones grupales, pasando, por ejemplo, del 43,7 % en el 2018-1019 a un 72,4 % en 2020-2021. El acoso escolar en la adolescencia, pues, es un fenómeno complejo que debe abordarse desde diferentes ángulos: educación en valores, fomento de la empatía, establecimiento de límites claros y apoyo a las víctimas y agresores para cambiar estas dinámicas. Los centros escolares deben tener una normativa clara contra el acoso, con el establecimiento de protocolos de actuación inmediata que corten de raíz el inicio de este. Por este motivo, es fundamental la supervisión por parte de docentes de cada centro. La semana pasada dedicaba mi artículo semanal en la Hoja del Lunes a la serie “Adolescencia”, que sigue en los primeros puestos de la plataforma que lo ha producido. Frente a un producto de ficción como este, podemos pensar que es producto de una distorsión de la realidad con finalidades comerciales. En un caso como el que nos acontece, si no tomamos medidas serias como sociedad, podría convertirse en un presagio del futuro. Es necesaria la implementación de políticas de tolerancia cero sobre casos como el que finalmente la justicia ha tenido que actuar para frenar en seco, aunque sea con efecto retroactivo, la pretendida impunidad de unos adolescentes que provocaron el sufrimiento de una alumna por el sencillo hecho de ser diferente al resto. De lo contrario, como apuntaba en un estudio el psicólogo Javier Urra “los niños acosados dejan el instituto y el agresor aprende a ser un matón
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