¿Estaríamos hoy en condiciones de abordar el coste de lo que puede depararnos la naturaleza dentro de sesenta años?
No sé lo que cuesta una gota de agua. Tampoco, lo que podría costar en 1967. Lo cierto y verdad es que yo, cuando era estudiante de Derecho, escribía todas las semanas, a veces cada tres o cuatro días, a mis padres, o solamente a mi madre, pues sabía que una carta mía, en solitario, la hacía muy feliz. Digo esto porque, cada vez que escribía una carta debía ir al estanco y estampar, junto al sello correspondiente, otro de 25 céntimos de pesetas. Era el sobreprecio de un franqueo para el Plan Sur. Y, entonces, recuerdo haber reflexionado: ¿Será ese el precio de una gota de agua?
Nunca calculé el precio de una gota de agua, pero ahora sí puedo hacerlo cuando observo el nuevo cauce del río Turia, con el agua lamiendo las dos orillas, y me vienen a la memoria las estampas de ríos famosos que he cruzado en mi vida sin detenerme a pensar que algún día vería, rebosante, aquel río que serpenteaba por el centro de mi querida Valencia, tan escuálido e insignificante, tan peligroso cuando le daba por crecer si caían unas gotas de más. ¡Y cuántas veces comparé ese aprendiz de río con el nuevo cauce, el del Plan Sur, también sin agua, y me decía que nos habíamos pasado tres pueblos! O cuatro. O quinientos.
Durante estos días, en los que a los valencianos se nos ha encogido el corazón en un puño, he visto el cauce real del nuevo Turia, rebosante. ¡Quién me lo iba a decir! Comparable al Sena, al Rhin, al Támesis, al Moldova, al Tíber… ¡Qué digo! El ímpetu de mi Turia, tan débil, tan imperceptible entonces, allá en vísperas del mayo francés, era superior al flujo de la corriente de todos ellos. Hasta 4000 litros por metro cúbico podía haber suportado. El mítico Nilo alcanza un flujo máximo de agua de casi 1300. Y el Sena, de unos 500.
La naturaleza nos ha demostrado de lo que es capaz. Hasta superar registros inimaginables. ¿Quién podía pensar, en el 67 del pasado siglo, que un martes de finales de octubre de 2024 un alevín de río, reencauzado tras unas obras faraónicas, superara en capacidad e ímpetu a la mayoría de los ríos más caudalosos de Europa?
Recuerdo aquel sello. 25 céntimos. Una gota de agua. Ayer, ante un video de ese torrente ciego y musculoso como Polifemo, me dije que, al menos una gota de ese caudal, la estuve pagando yo durante mis años de estudiante en Valencia. ¡Una gota! Millones de gotas, durante no recuerdo cuántos años, estampadas en las cubiertas de las cartas por el módico precio de 25 céntimos de peseta, hicieron posible que el Turia pareciera, por unas horas, el Nilo, y se adornara con la corona de los ríos míticos.
Bien. La imagen, sin embargo, es engañosa, fraudulenta, infame, casi delictiva, en la medida en que puede inducir a engaño. El desastre ha sido puntual con el crono de la naturaleza. Más de doscientos muertos. Cientos de desaparecidos. La desgracia se cebó en quienes vivían alejados de ese nuevo y formidable cauce. No es consuelo decir que podría haber sido mucho peor. Es una urgencia reconocerlo para que no vuelva a suceder. Se siguen derramando lágrimas, que son como gotas inabarcables en el dolor.
Si en aquellos tiempos del postfranquismo, llegaron a calificarse como mastodónticas las obras del Plan Sur, sufragadas por los valencianos, 25 a 25 céntimos de peseta, ¿estaríamos hoy en condiciones de abordar el coste de lo que puede depararnos una naturaleza, harta de tanto castigo por el ser humano, dentro de sesenta años?
Si en el 67 éramos incapaces de imaginar que llegaría un día en el que la crecida del Turia, la gran avenida de agua del pasado martes, duplicaría en caudal al Nilo, ¿somos, ahora, capaces de imaginar qué sucederá a 60, 30, 10 años vista? Con el cauce nuevo, por supuesto, y con treinta presas menos destruidas por la una falsa filosofía progresista woke que ha dejado sin defensas de achique y embalse a decenas de poblaciones arrasadas. Y, encima, Dios nos libre, con una panda de políticos que sigan lamiéndose sus uñas más largas antes de pelearse.
Ayer, mientras escribía, apresuradamente, estas líneas, leía un artículo, en inglés, que me dejó perplejo y sin capacidad de reacción: “The worst is yet to come”. Lo peor está por llegar. Qué es lo peor: ¿la ineptitud de los políticos o la acción punitiva de la naturaleza? ¿Olvidarse del desastre del martes, 31 de octubre de 2024, o lamentarse de una catástrofe incontrolable a un mes vista, o en 10 años, la más devastadora de la historia? Habrá otra más gorda, y los políticos seguirán sin tener sentido político, pragmatismo.
Al cabo, pensé en mi estanco, cerca de la universidad, donde expedían el sello de 25 céntimos de peseta. ¡No existe ese estanco! ¡Ah, si pudiera resolverse un desastre como el del martes con un sello extra de 25 céntimos de euro! Si tanto dolor no se hubiera derramado pagando la gota de una lágrima a 25 céntimos. ¿Hasta cuándo? Ésa es la pregunta. Hasta cuándo podremos aguantar, aun comprando una gota de agua por 25 céntimos de euro, si el castigo no viene de arriba sino de abajo. ¿Dónde venden esas gotas? Cuándo seremos capaces de reaccionar con un golpe de puño encima de la mesa: ¡Basta ya! Lo de ahora no tiene nada que ver con lo que vendrá. Ya no hay sellos, ni estancos. Solo lágrimas, dolor, un cauce nuevo, treinta presas menos, y una caterva de políticos incompetentes.
Genial, Manolo. Un fuerte abrazo.