Siempre me han fascinado las personas con capacidad de escucha, aquellas capaces de pensar y hacer pensar que el otro, la otra, por distante que se encuentre ideológicamente a uno, puede tener parte de razón, merecen ser escuchados y tenidos en cuenta. Y quizás por esto mismo he procurado mantener la distancia necesaria con quienes actuaban justo en contrario, quienes andaban, andan, todo el día levantando muros, convencidos de que la única razón es la suya, quienes utilizan siempre la brocha gorda para el adjetivo descalificativo. Debe ser por eso que de alguna manera me provoca un cierto sarpullido escuchar frases sin matices tipo “los jueces son unos fachas”, “los periodistas unos manipuladores”, “¿los políticos?, unos corruptos”, “los funcionarios, los emigrantes….”, esas cosas.
Justo hace unos días, exactamente el pasado jueves 17 de noviembre, asistí en la librería Pynchon, de Alicante, a la presentación de un pequeño libro de época, La veu interrompuda, obra escrita en valenciano por un amigo y periodista, Pere Miquel Campos. Fue aquel un acto envuelto en un aura, una cierta nostalgia, reivindicativa por la lengua valenciana, también por el valor de la vieja radio y la palabra como motor de cambio y de esperanza.

La obra es, básicamente, la recreación en formato libro del programa dominical de radio El Setmanal que el propio autor dirigió allá por los años noventa, en la entonces casi recién nacida Radio 9, hermana pequeña de Canal 9, y cuya voz fue fatalmente interrumpida un 5 de noviembre de 2013 por el gobierno que entonces presidía el popular Alberto Fabra, un proyecto audiovisual que rebrotaría al modo como rebrotan los árboles salvajemente talados unos años después en lo que hoy es À Punt, la Corporació Valenciana de Mitjans de Comunicació.
Recordaba el propio autor durante el acto cómo aquel programa de la radio pública valenciana, hecho desde la libertad y el compromiso y en el que emergían voces tan distintas y distantes como las de Santiago Carrillo, Jon Sobrino, Joan Fuster, Luis García Berlanga, Eduardo Zaplana, Carmen Alborch, Joan Romero y tantos otros, pudo cohabitar con el primer gobierno de Eduardo Zaplana, eso sí cuando Zaplana no era aún el que luego fue, el que impulsó las listas negras de periodistas desafectos, de cuando los profesionales incómodos fueron enviados a pegar sellos como quien dice, al modo como son apartados los espías que ya no sirven para el servicio. Porque eso y no otra cosa debían ser los periodistas: espías al servicio de la causa.

Y aunque confieso que aún no he leído el libro, ciertamente sí tengo curiosidad en leerlo porque estoy seguro que allí, en sus páginas —también en las voces de sus protagonistas— podremos oler el valor de palabras como pacto, libertad, independencia, acuerdo, esperanza, transacción, todas esos términos que pronto empezaron a molestar ya por entonces y que hoy son causa de caza mayor. Solo hay que mirar a la mayoría de las televisiones, a muchos de los periódicos, convertidos en infantería de combate. Carnaza para el circo.
En el transcurso de dicha presentación, un acto como les decía mitad nostálgico mitad reivindicativo del viejo periodismo y del renacimiento del valenciano, fueron varias las personas que intervinieron para poner el contrapunto entre aquel tiempo y el presente, para manifestar y confesar públicamente su desazón y amargura, especialmente con el periodismo domesticado, pendenciero, separador y separatista, cavador de trincheras, que se hace mayormente hoy en contraste con aquel otro, o con el recuerdo de aquel otro.
Una de las personas asistentes resumía el general proceder de hoy, el paisaje que nos rodea: “Yo ya solo escucho a quienes piensan como yo, bastante complicada es ya la vida para leer también a quienes piensan diferente y cabrearme más”. Seguramente no le falta razón para actuar así, aunque esto sea antesala de la defunción del buen periodismo, y el caldo de cultivo de la posverdad, de los hechos alternativos. Más voces interrumpidas.

Una prueba de esto mismo —de la incapacidad para canalizar las diferencias, de creer que merece la pena hacer esfuerzos para escuchar a quien piensa distinto, de evitar esas voces interrumpidas— podría ser la grotesca e indecente cacería contra la ministra de Igualdad Irene Montero y su “equipo de mujeres” a propósito de los efectos secundarios de la icónica Ley del “solo sí es sí” y su consecuente rebaja de penas en algunos condenados por abusos y agresiones sexuales.
Seguramente hay sobradas razones para la más dura crítica, pero no para el escarnio como espectáculo periodístico, no para el insulto como argumento central de debate, escenario al que estos días estamos asistiendo con aparente normalidad. Es este uno más de tantos acontecimientos que seguramente están ayudando a consolidar trincheras, cimentar la fe en lo propio, y donde el papel de las víctimas es ya casi lo que menos importa.
Seguramente también la referida Ley tiene carencias graves, y una de ellas y no menor es que nunca fue bueno legislar a golpe de manifestación por muy justos que sean sus eslóganes. Legislar en caliente y como bien sabemos siempre fue una mala receta, propio de regímenes autoritarios, y esta es una ley hecha al dictado de la calle. De modo que una buena razón y una buena causa como motores de cambio del Código Penal no aseguran una buena legislación, más cuando las voces discrepantes fueron y son consideradas hoy poco menos que voces enemigas. Que ahora la ministra y su equipo crean que el problema de estos efectos indeseados es porque “los jueces españoles son machistas” es más de lo mismo. No escuchar. Seguir cavando fosas.

Volvamos al libro, a La veu interrompuda. Lo dijo el propio Pere Miquel en su presentación, aunque no con estas exactas palabras, hablo de memoria: “En periodismo, como en la vida misma, es importante tener principios, convicciones, pero lo que no hay que ser es sectario, negar la voz al otro porque ese otro no piensa como tú, eso nunca será periodismo”. Ni política. Ni Código Penal que valga la pena. Ni buen Gobierno.
Y parece que en eso andamos. En interrumpirnos constantemente la voz, en negar el derecho de réplica, en querer llevar los eslóganes de la calle al Código Penal sin el debido y pausado reposo, en hacer leyes para congraciarse con quienes más chillan, en cavar fosas cada vez más hondas que hagan imposible el encuentro y el necesario abrazo que nos permita avanzar juntos y sin estos sobresaltos.
Pocos años antes de que aquel programa de radio que ha dado lugar a este libro de ahora, se había aprobado en la Comunidad Valenciana la Ley de Uso y Enseñanza del Valenciano, la norma que pretendía sacar del silencio y el olvido a una lengua que hablaban y estimaban millones de personas en esta tierra y ¡fue ratificada por unanimidad de los grupos políticos! “Hoy —comentaba amargamente Pere Miquel— eso seguramente no sería posible”. Pareciera que lo moderno y guay, lo que da rédito político, y periodístico, y monetarista, es seguir cavant fosses, interrumpir la voz a quien piensa distinto.
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Muy de acuerdo… Sin imposiciones políticas espurias ni normas administrativas o de acceso a la función pública en el territorio constitucional de la Comunidad Valenciana (Alicante, Valencia y Castellón) que discriminan a quienes poseen el Castellano como lengua materna y máxime si nacimos en legal y normativa Zona Castellano-Hablante…
Bon día! (València Castellà de la mano sempre)
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