No conviene hacer trampas ni decir que se ha caminado a Santiago de Compostela a pie, con la mochila desbordada y las zapatillas reventadas. Es una verdadera gesta hacer todo el trayecto del camino si bien tendríamos que considerar si las infraestructuras están hechas para ir, en estos tiempos, pateándolo todo y dejando la huella si posible fuera. Somos muchos los que hemos hecho el Camino de Santiago a pie, siguiendo las instrucciones de un guion, leyendo las aventurillas que, por días o kilómetros recorridos hicieron otros y más tarde lo escribieron para poder luego nosotros meter nuestros pies en sus huellas.
En otros tiempos ya pasados, cuando sentíamos la fuerza en las piernas que hoy, a causa de la edad y otros deterioros paralelos no nos resulta ni siquiera tentador ni es preciso andar hacia Compostela, sin que tengan que ver las fuerzas ni los tiempos ni los retos. Esta peregrinación es ante todo y sobre todo un camino de fe, y de poco valdría hacerlo si el caminante no es un cristiano que desea seguir a Cristo dejándose guiar poniendo la mirada en su destino, que es pesado y lejano. El peregrino, en su amplio sentido, es un hombre o mujer de camino, es una persona ilusionada que sabe que hace un sobreesfuerzo para poderlo entregar como ofrenda de tributo y admiración al apóstol, que estuvo con Jesucristo en sus tiempos, y ahora, y por siempre.
José Fernández Lago, Deán de la Catedral de Santiago de Compostela dice que al peregrino le es propio no sentirse dueño de la tierra que pisa, pues, apenas retira sus pies de ella, tiene que preocuparse del terreno que le falta por recorrer. La costumbre de las peregrinaciones se inició en el siglo IX, a poco de descubrirse la tumba con los restos del Apóstol y de Atanasio y Teodoro, dos de sus discípulos. Apenas se enteró el rey Alfonso II el Casto, por la embajada del obispo de Iria Flavia, pronto se dirigió el monarca con su familia a Santiago, y así fueron constituidos los primeros peregrinos. El camino tuvo un auge especial y parece estar destinado a dejar una seria impronta en el peregrino hasta el punto de influir en su personalidad, facilitándole una muy sensible interioridad que le hace encontrarse consigo mismo, percibiendo una renovación de espíritu y un reencuentro con todo el mundo.

Siempre se ha hablado en este caso de reencuentro y de renovación interior, ayudándonos a poner en orden los pensamientos, haciéndolos consecuentes con la propia vida. Cuando el peregrino llegaba a la tumba del Apóstol notaba que se apoderaba de él un sentimiento de alegría y de que entendía las cosas de este mundo con sentido innovador, como el que vive nuevas experiencias, experimentando de modo difícil de expresar la felicidad y satisfacción que corre por sus venas ahora henchidas de gozo y necesidad de manifestarlo al exterior. Eran actitudes nuevas que parecía que deberían de expresarse en un nuevo estilo de vida en el que reflexión y oración encontraban su adecuado cauce.
Siendo como es el Camino de Compostela una ruta de fe, hemos de ver el paralelismo con la búsqueda de Santiago, que siempre va queriendo asegurar su fe, contemplando el mundo y la naturaleza. Nuestro camino es exactamente igual, comenzando con estrenar y estar siempre reestrenando nuestra sensibilidad. Al levantar la cabeza observamos la fragancia de los frutos que por allí se crían, también nos llenamos de la frescura del agua que fluye de la montaña, y fijándonos un poco más nos llega el perfume de los frutos y las flores, sin dejar de recrearnos saludablemente con el alegre y juguetón ir y venir de los animales que se detienen acaso un instante para celebrar con sus colegas la amplitud del lugar, el sentido de la lejanía, el retruécano del relámpago que traza su nombre en tan bello cuadro y lo resalta con la suavidad de la autoestima al cambiar de posición su nuevo mensaje para que se vea mejor por los que están más alejados o incómodos. Es mucho más que un espectáculo para los sentidos y para los sentimientos.
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