Aquel año de invierno de 1977, una «recua» de jóvenes humanos, melenudos, chisposos y canturreando canciones prohibidas, salíamos, junto a unas chicas que estudiaban Biológicas y Magisterio de La Colmena —una tasca del centro de la ciudad ilicitana—, para proseguir la “marcha” pateando las calles nocturnas. Habíamos tomado unos vinos y frutos secos en la colorida penumbra de su interior escuchando a los Pink Floyd, la increíble guitarra de Santana, las voces de Chuck Berry, Charlie Parker, Queen, Simon and Garfunkel o los grupos roqueros Tequila, Lone Star y otros similares, recostados en extraños asientos de napa o falsa piel de polietileno, riendo al futuro que se avecinaba difícil pero esperanzador, respirando política por los recién inaugurados poros del cuero cabelludo, porque la vida aún la teníamos intacta, presta a ser desplegada en todo momento. Los debates políticos eran diarios en las tascas, entre chato de vino y unos panchitos con kikos. Lo mismo se fraguaban conspiraciones “secretas”, que nos enamorábamos de libertarias o trotskistas. Queríamos un mundo mejor y no sillones de terciopelo rojo. Pero la noche no acababa en las tascas.
Facundo lucía una luenga barba y cabello largo castaño claro, iba con Nati, de pelo medianamente ondulado y oscuro, con unos luminosos ojos muy expresivos que blanqueaban más su cara. Julia, siempre con su dulce sonrisa sincera, transmitía una amistad imperecedera. Ramón, moreno y algo fornido y melancólico, era un componente básico en la pandilla. Enrique, alto y serio, de larga melena lisa y negra como el azabache, era el único que me conocía desde niño. Encarni, de sonrisa fresca, simpática, casi de peripecia farándula. Conchi, hermana de Julia y una trigueña Emilia, de pelo largo, lacio, bruno y ojos andalusíes. Por último, como corresponde al apellido, estaba yo, entonces llamado Zapa.
Entramos en el bar Sami para tomar unas copas de retirada. Nos sentamos al pie de una barra de añejo lujo, frente a una decoración que asomaba a la modernidad. Al lado de la puerta sesteaba una máquina de discos musicales, a veinticinco pesetas la canción. Emilia y Encarni se acercaron al aparato para leer el repertorio musical que ofrecía. Colaron una moneda y sonó una tal Paloma San Basilio: “Beso a beso, dulcemente abrázame que quiero sentirme diferente, el mundo no me importa y yo, paloma infiel, prefiero estar contigo y no morir con él…”. Las chicas bailaban a un ritmo acompasado y lento, alrededor del tesoro tecnológico que vocalizaba sus canciones preferidas. A esas horas, el local estaba poco animado. Aparte de nosotros, solo había dos personas con edades cercanas a la madurez, habituales clientes de la noche, y una pareja que nos llamó la atención por su vestimenta en clara extinción: él llevaba pantalón campana, zapatos de plataforma y un niqui amarillo ajustado. Ella portaba una minifalda con pliegues azules y rojos, muy alejada de la ropa holgada, descuidada y antiestética, sobre unos deportivos cómodos, que nosotros llevábamos embutidos. Todo un caudal de opuestas prácticas intencionadas, o intuitivas, como contestación a las modas y el consumismo alienante que ya denunciábamos por aquellos turbios años. Éramos un nuevo tipo de hippy, más político y radical que pacifista, en contra de aquel sistema del 78 y sus pactos reformistas que volvían a dejar las cosas en su sitio.
Yo saqué un cigarro mentolado de la marca Rocío, por ver si el humo elevaba mi escasa estatura, mientras la música de Paloma San Basilio nos iba envolviendo en una niebla de sueños. Facundo no se movía de la silla, tomando un azulado Parfait Amour y el resto de chicos tampoco nos movíamos, pegados los traseros al taburete y tomando menta con batido de vainilla. Desde allí, observábamos como gárgolas de carne el trasiego musical que derivó en coral. Emilia movía el pelo largo y oscuro rítmicamente, acompañado por sus ojos negros. Encarni también movía la cabeza con su ensortijado pelo salvaje y sus ojos entre el gris y el verde, siempre con esa sonrisa que transmitía algo así como si te cayera la alegría encima, transformada en nocturna lluvia dorada. Julia, con su revoltoso cabello también sonreía, mientras la miel le brillaba en los ojos, y todos en el grupo acabamos adorando a Paloma. Pusieron la misma canción siete u ocho veces. La voz potente y clara de la diva sonaba acariciando como el algodón los oídos de toda la pléyade contestataria, hasta el punto de que cuando salimos al relente de la noche, el veredicto era unánime: todos la habíamos memorizado y la íbamos cantando por el camino hacia la merecida cama: “Beso a beso, dulcemente…”.
Pero aparte de la música, también pasaban por nuestras largas bufandas, que llevábamos con un desaliño desafiante, la política, el trabajo currante o intelectual y el amor. Algunos militábamos en partidos y sindicatos, entonces obreros y estudiantiles. Esa década del despertar político, contenía pocas discrepancias ideológicas y entendíamos muy bien que la unanimidad a la hora de cambiar las cosas era lo fundamental, por encima de cualquier interés partidista. De hecho, en el grupo que solíamos salir juntos, cada uno de nosotros estábamos en un partido diferente y no había problemas de ningún tipo, todo se resolvía con diálogo, porque el amor y el conocimiento de nuestras aspiraciones y anhelos eran el mayor nexo de unidad y de confianza. Podíamos discutir mil veces y mil veces acabábamos juntos tomando unos vinos o escuchando música de Joan Báez o de la San Basilio. Tampoco había separación de clases: unos trabajábamos en el calzado y otros oficios y otros estudiaban en facultades de Murcia, Valencia o Madrid.
El grupo era heterogéneo en sí mismo y esa era la gran riqueza cultural y política, la diversidad de opiniones y puntos de vista. Casi todos vivían en el barrio de Carrús, menos Enrique y yo, que vivíamos en el Grupo de los maestros. Ambos, políticamente, nos sentíamos medianamente ácratas, aunque considerábamos a toda la izquierda de aquellos años setenta como hermanos de sangre revolucionarios. Creo que, entonces, había mucha gente noble en sus filas, tanto en el PCT (Partido Comunista de los Trabajadores), como en Bandera Roja o la ORT (Organización Revolucionaria de los Trabajadores), entre otras organizaciones políticas o sindicales. Todos éramos amigos incondicionales, sin rencor ni egoísmo. Aunque discrepáramos ideológicamente sobre nuestras respectivas propuestas sociales o políticas, ninguno nos planteamos jamás abandonar nuestra amistad, ni calentar el culo en un escaño por vender nuestras ideas. Al menos por aquella época “renacentista”.
Las chicas seguían tarareando, sin salirse del “beso a beso”. Y siguiendo esa estela musical, las íbamos acompañando hasta el combativo barrio obrero de Carrús, al que denominaban, entre bromas, “La República de Carrús”. Y en realidad era una auténtica fortaleza de gente —mayormente foránea y muy combativa—, al otro lado de la vía del ferrocarril, que cortaba la ciudad por la mitad, como una breve muralla china.
Facundo, que estaba terminando Magisterio, y se sentía también un poco filósofo, dejando que cada uno fuera a su bola, era el primero que se abría del grupo para acompañar a Nati. Ramón, Enrique y yo seguíamos por la empinada cuesta del Camino de los Magros acompañando a las muchachas, para despedirnos de ellas como caballeros descabalgados, ofreciéndoles nuestras manos callosas —de trabajar en el calzado y la metalurgia—, o con dos sutiles besos en las mejillas… y hasta el próximo fin de semana, para volver a coincidir en las tascas del centro de la ciudad… y seguir conspirando, escribir poemas en servilletas y dejarlos debajo de los vasos y las tazas, mirarnos a los ojos, a los labios, pensar, filosofar, amar. Volver a mirarnos con más convicción y más destellos, pedir otro tinto, mientras se mascaban las ideas con almendras tostadas y se discutía con vehemencia el cromatismo ideológico que nos distinguía. Debatir sin herir las palabras, con los cabellos enredados en los grises halos del humo. Llegar a los hondos fondos de niebla, donde la juventud dormía despierta los sueños recobrados y la luna no se encontraba sino en los cuadros hiperrealistas de mundos inventados que por allí pululaban, mientras seguían sonando las guitarras eléctricas y las voces de los mejores músicos de aquel momento: Dylan, Eric Clapton, la inigualable Fitzgerald y otros genios locos para aquellos tiernos cuerpos que comenzaban a irrumpir como albañiles hábiles, tratando de construir nuevos edificios, más solidarios y habitables y avenidas de árboles sin asfalto, por donde caminar libres. Porque todo podía ser posible en aquel mundo imposible.
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Zapa: soy un poco mayor que tú y me has hecho revivir preciosos momentos nocturnos de juventud. Tu artículo tiene todos los ingredientes literarios de calidad y originalidad. Un saludo cordial.
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Que bonito traer a nuestra memoria aquellos años, donde las ilusiones y los ideales los vivimos juntos, que recuerdos, que me hacen rejuvenecer y agradecerte la amistad que a día de hoy sigue viva.
Que sigas haciendo uso de tu maravillosa forma de expresar lo que vivimos.
Gracias amigo, por tus palabras que salen de lo mas bonito que tienes “ tu corazón “
Un abrazo y un beso enormes
Y no dejes nunca de ser la gran persona qué eres