Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Palabreando

Astrotierras

Kiosco griego. Fotografía de KF (Fuente: Wikimedia).

Me encantan los kioscos de prensa. No lo puedo evitar. Me encanta el olor a papel impreso. De hecho, cuando alguien me regala un libro, o compro una revista, o un periódico, o cualquier tipo de lectura, lo primero que hago es olerlo. Los que lo leen todo en cualquier dispositivo móvil se lo pierden, bueno la verdad es que nunca me he puesto a olisquear una pantalla pero como que no. Pasar las hojas y que esa brisa te llegue dentro es indescriptible.

Para mí, entrar en un kiosco de prensa es como entrar en el paraíso. Distingo entre un centro comercial, rollo FNAC, Casa del libro, el Corte Inglés… No, esos no huelen del mismo modo. Quizá sea el papel de periódico, o que se vendan palotes, chicles Cheiw, Goomer, bolas de chicle de a un duro, los top set que le dan mil vueltas a los Mars, Twix y compañía, junto a Tele Indiscreta, el Super pop… creo que me estoy dejando llevar por el pasado.

También recuerdo cuando trabajaba en La verdad, en la calle Óscar Esplá, con el genial Ramón Gómez Carrión, Teresa Cobo, el desaparecido Sergio Balseyro, Pepe Soto y bueno, gente maravillosa. Yo tenía 25 años (ahora dale la vuelta, 52) y trabajaba gratis, pero era entrar y olía a periódico. Algo parecido a entrar en un kiosco pero con mayúsculas. Para mí que era un crío en esas venturas era una sensación indescriptible.

Salía del colegio San Juan de la Cruz de la calle General Espartero e íbamos al kiosco de Salva en la calle Jaime Segarra. Ahí me compré mi reloj de Comando G —ese de los que mueves y se cambia la pantalla—, y mis tebeos del Capitán Trueno y de El corsario de hierro. Y, por supuesto, de Batman.

Mis padres, todos los fines de semana, nos compraban algo para leer. Ya fuera un libro o un tebeo (ahora cómic o aventura gráfica). Mortadelo, el botones Sacarino, Spirou ardilla, y a mis hermanas Esther y su mundo. Me encantaba El Jabato. Eran otros tiempos. Deseabas que llegara el viernes para elegir la aventura que ibas a devorar el fin de semana. Ya nada queda de eso.

Ahora entras en un kiosco y no hay revista que no te hable de lo hecho polvo que estás y que tienes que ponerte al día. Te intuyen hecho un trapo. Todas las revistas te ayudan. Desde el karma hasta el yoga, pasando por el pilates y cosas parecidas. De hecho no sé para qué ir a un gabinete si en el kiosco ya te dicen la terapia que debes seguir para ser cinco años más joven. Estoy por leerla dos veces para quitarme una década de golpe. Y lo cierto es que mientras esperas a tu cita del médico para algo más de un par de meses, pues algo hacen. Pero a mí lo que me mola es lo de cuidar la microbiota.

La microbiota que, para mí, tiene nombre de ciencia ficción rollo planeta de Alien, es (me lo copio del Google) la flora del intestino. No que nos crezcan precisamente flores, no, crece todo lo contrario: bacterias, hongos, virus y parásitos. Claro, si las plantas necesitan luz para crecer pues ahí dentro, pura oscuridad, debe de salir pues casi de todo lo que no tenga flor, pero que no todas son malas. Los expertos lo dicen: “Hay que cuidar la microbiota. ¿Y eso cómo se hace? Pues con mucha pasta. Quiero decir, con mucho dinero, porque cuidar el intestino al parecer, y según los sabios, es sencillo pero a mí me da que barato no es.

Creo que he escrito en mis artículos todas mis intolerancias. Desde la avena, leche, huevo, frutos secos, almidón (plátano, arroz), lentejas, guisantes… Si me das amapola me matas directamente, de modo que agarro un suplemento de esos de mejor digestión, pocos gases y cuerpo de envidia y claro, aparte de darme envidia sana (ahí todo es sano), pues como que lo dicho, necesito mucha pasta.

(Fuente: Freepik).

Me explico. Uno abre su nevera y tiene lo típico (no en mi caso): que si verdura rollo tomate, pimiento, lechuga, zanahoria; leche, queso, jamón, lomo, huevos, limones, yogures, manzana, pera, plátano; bueno y cada cual el capricho que se le antoje; pues no. No es suficiente si quieres tener los intestinos como una cañería limpia. Me pongo a leer cómo mi cerebro está conectado al intestino —voy a ahorrarme la tontería que estamos pensando todos ahora mismo—, por el nervio vago —voy a volver a ahorrármela, la tontada digo.

Pues resulta que eso de los prebióticos y los probióticos sí que me suena porque cuando uno tiene el intestino reventado pues necesitas más flores en la flora. Son flores buenas que crecen allá dentro. Ya a estas alturas me imagino una rosa naciéndome en el culo y me da la risa, eso son los probióticos; y los prebióticos es el bocata con chorizo y el bollo con manteca, vamos el alimento para que todo por ahí dentro vaya bien.

Bueno, hasta ahí, que me suena a una tarde comiendo en un rosal vale, “tírale millas” que se dice. Mejor que lo de Camilo José Cela y la palangana. La salud es lo primero. Lo que sucede es que a veces va antes el poder adquisitivo para que la salud sea lo primero.

Que sí, que ya sé que con un tomate, un poco de pan, aceite de oliva y sal ya comes, bueno sin tomate ni aceite que están carísimos, así que lo dejamos en un chusco con sal y un poco de agua, pero que dicen que en la variedad está el gusto y que hay que variar. Que no se puede comer siempre lo mismo y allá que se lanzan con menús para que todo esté en equilibrio y tu cuerpo funcione perfectamente.

Hay menús para todos los gustos y me hace gracia que siempre te ponen aproximadamente el tiempo de realización. Va a ser que tan sólo ordenar los ingredientes y pesarlos puede irse una vida entera, por ejemplo para hacer unas verduras con tempeh que, como mínimo, necesitas judías verdes tipo Bobby (¿?), jengibre fresco, sésamo y támara (¿?) Entre otras muchas cosas. Es que hay cosas que ni sabía que existían.

BigMac (Fuente: Wikimedia).

Y bueno, yo reconozco que no tengo mano para la cocina. Si me pides una cena lo más que puedo hacerte es un bocadillo de companaje y te abro la bolsa de patatas. Ahora, a mí me das fuego, bueno ahora vitro, y te lo achicharro todo. Hay que saber perder. No he nacido con el don para la cocina, ni siquiera para comer variado, pero aún así ojeas las posibilidades, por curiosidad, y claro te das cuenta de que eres un analfabeto culinario. Que te sacan de la ensalada normal y te pierdes. Lo dicho antes, cosas que no he oído en mi vida. Claro me sacas del McMenú y del pollito de primavera y estoy vendido. Y si me pones eso que venden en los chinos que parece un huevo de extraterrestre —pero si ya se llaman dumplings—, me pierdes para siempre por mucho que insistas en que son empanadillas de carne picada, camarones y verduras. Pero si parece que va a eclosionar en el momento de llegar a tu estómago.

A mí con lo de plantar el rosal en el intestino me sobra. Lo dicho, que si semillas de chía; que si tempeh procedente de Indonesia; el tamari —que significa residuo acumulado o charco. Si es que el nombre es para disimular porque te dicen “y ahora le servimos algo de charco” y como que se va el glamour—; judías Mungo de Asia; algas como si no hubiera un mañana, pero no sirven las que se quedan en la orilla; el skyr, que se lo toman en Islandia; el miso, el natto —que parecen garbanzos y que dicen que saben a carne—; la ciruela Une, que es japonesa; kimchi, que ya te lo comes con las bacterias vivas pero que a mí me suena a sobrenombre de pariente pijo.

Y así podría estar nombrando alimentos que ni siquiera sabía que existían y que, lo dicho, no creo que la gente lo tenga como algo natural en la despensa o frigorífico de casa e intuyo, por supuesto, que económico no sale pero bueno, yo no digo nada, que lo importante es tener el jardín del intestino floreado y alimentado aunque sea con residuos acumulados.

Fotografía de Jcomp (Fuente: Wikimedia).

Luego, por supuesto, está la batalla a tres bandas de la salud entre los omnívoros que comen de todo, los vegetarianos que vegetales y leche, y los veganos que ni leche. En esas conversaciones siempre acaba uno trasquilado. Hay batallas que no hay que guerrear. Yo, en cambio, pertenezco a la nueva clase de comensales que voy a llamar atronauta en tierra, los astrotierras.

Los astrotierras suplimos las carencias que no podemos completar en una alimentación normal con suplementos dietéticos, no, no los suplantamos por los alimentos naturales, tan sólo los utilizamos como aporte para que el rosal del intestino no tenga carencias. Sí, preguntando a especialistas y nutricionistas y “todistas” varios. De hecho, no sé porqué aún no se ha inventado el restaurante de los suplementos en el que puedes combinar una buena ensalada con tu cápsula de calcio para fortalecer los huesos. Cosas más raras se han visto y comido.

Lo dicho, que hemos de cuidar la microbiota, que hay que mimar y regar el rosal del intestino, no pisar el césped por favor, que hemos de alimentarlo y que a ver si con todo eso rejuvenezco tanto que aún me piden el carnet de identidad para entrar en las discotecas. Aunque un pero que le saco yo a todas estas revistas de “te voy a ayudar cuerpo triste y `apenao´” es que para los calvos nunca dicen nada. Aún estoy esperando el “menú trenzas” para lucir melenón “Sandocanao” porque mucho fitness, mucho CrossFit, mucho cuerpazo, mucha tontería pero para el pelo ¿qué?. ¿Peluquines Martínez, tan natural como el cabello mismo? No lo veo. Habrá que seguir esperando con paciencia.

Por cierto, desde aquí enlazo con mi batalla personal: «Barcala: patinetes para la tercera edad».

En fin que ustedes lo lean, lo paseen y lo pasen bien.

Bruno Francés Giménez

Escritor de serie B.

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