En algún lugar del futuro nos espera lo que no supimos corregir a tiempo. La convicción de que nunca sería tarde nos persiguió entre la multitud de estadios repletos de indiferencia. Por debajo de puentes y acequias. El tiempo que se acababa nos persiguió para darle a nuestras sombras unos segundos de retraso. Pero todo nos trajo hasta este maldito lugar de donde nadie puede escapar.
Me llamo Dan, tengo grabada a fuego en la frente la fecha del año que saldré de aquí. Un cíborg vigila la única puerta.
Todo huele a mierda de dinosaurio. Las paredes están rotas y las ratas se hacen sus propios laberintos.
Diez años antes
Las calles se llenaron de repente de bandos y enormes altavoces que gritaban: «El presidente, dueño y señor de todo, declara que toda persona en edad laboral que no trabaje, que no produzca riqueza para el presidente deberá presentarse de inmediato en el campamento militar los «mutilados«. Lo mismo les dijeron a los consumidores que no consumían o lo hacían por debajo de no recuerdo muy bien qué umbral. Te inspeccionaban tu casa, y en caso de tener internet, móvil y no estar con la compañía «Telecerradura» te subían con violencia a un furgón negro tipo el equipo A, pero en lugar de asientos había jaulas con barrotes de mierda.
La gente estaba y era idiota. Jugaban en el parque, llenaban los cines y comían hamburguesas de carne muerta. Patinaban en la blanca nieve y se jodían pagando impuestos injustos que nadie quería.
Todo el mundo creía que aquello no le pasaría a él, yo mismo lo creía y aquí estoy.
Un día me tocó a mí. Me metieron un cepo de lobo en la pierna y grité como un loco sentado en la silla eléctrica. El furgón era como un puto camión de cerdos, de esos que llevan cada noche al matadero y se mean encima y encima unos de otros. Llega un momento que solo quieres salir de allí, aunque sea a cualquier precio. Tres horas de jaula y de madrugada te deja hecho una mierda. Sales al patio, pero no el de mi recreo, de Antonio Vega. Un cíborg bastante cabrón te limpia los dientes sin pasta y te sangran las encías hasta que dan las ocho y todo el mundo se va a casa a ver la televisión por cable, que hoy toca «Fahrenheit 451» para adiestrar aún más a los carceleros en el arte de quemar.
Tengo un compañero de celda que es un asco. Es un tipo grasiento que apesta a cueva de murciélago. Llegó aquí cinco años antes. Creo que fue uno de los primeros.
Los primeros fueron vagabundos de parques, gente escarbando en los contenedores, dispuesta a comer basura, los que pedían en calles y centros comerciales.
Todos tenemos una fecha de salida 2084. Seguro que muchos lo harán antes, en un contenedor de cadáveres amontonados que convertirán en snacks de máquinas para que la gente almuerce algo rápido y no pierda el ritmo de trabajo.
El mundo laboral también cambió con la llegada del nuevo presidente del gobierno. Te hacían trabajar de domingo a domingo sin un solo día para descansar, sin asuntos propios o baja laboral por enfermedad. Si no cumplías a pie juntillas con las nuevas normas; de inmediato te recogía una de esas patrullas con un furgón negro tipo el equipo A: dos agentes bien cualificados que se distinguían por ir de riguroso negro, pelo negro, botas negras, gafas negras. Te obligaban a quitarte la ropa y quedarte en pelotas. De esa guisa uno casi no puede defenderse.
Los días aquí se congelan, en esta celda lúgubre que no te permite leer nada o escribir algo, no te permite ni siquiera ver cuando tu compañero de juerga está cagando. El frío entra por las paredes como si estuvieran abiertas de par en par como un estadio de fútbol lleno cuando llega el mundial.
Por uno de los agujeros por los que se cuelan las ratas entra un poquito de luz. Para evitar que el cíborg de la puerta se dé cuenta hice una bola como de nieve, pero de migas de pan. Durante el día, el cíborg hace un recorrido por todas las celdas y aprovecho esos momentos y dejo entrar un escuálido láser de luz.
No va a ser fácil escapar, pero cuando salga crearé un grupo para luchar contra el sistema, incluso tengo ya en la cabeza el nombre: 2084.
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