Que la gestión de los tres alcaldes de Alicante que han gobernado la ciudad entre 1995 y 2018 haya acabado en manos de los jueces no puede ser mera casualidad. Es, seguro, todo un signo. Una desgracia. Que sólo el último de ellos -Gabriel Echávarri- sea el único condenado a día de hoy, tampoco parece casual. Otro extraño más que añadir al desvarío.
Si miramos hacia atrás, resulta muy sorprendente que los dos antecesores de Echávarri en el cargo de primer edil -Luis Díaz Alperi y Sonia Castedo- sigan hoy pendientes de juicio y sentencia. Ambos -Castedo y Alperi- tienen tras de sí y desde hace casi diez años la sombra alargada de la corrupción por una gestión salpicada de corruptelas y trapacerías. Pero ahí siguen, como si nada.
Debe ser que la derecha política cuando roba, cuando decide delinquir, lo hace casi siempre a lo grande. Es su manera de hacerse respetar. Buscar aliados y cómplices en el infierno. La acción mafiosa complica, asusta y dificulta la investigación. También la de la Justicia. Lo dijo hace años uno de los suyos, un magistrado conservador nada sospechoso, el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes: A veces pareciera que la Justicia solo persigue al robagallinas.
Y pudiera ser también que la izquierda política cuando gobierna, o una parte de ella, prefiere el pequeño hurto. El delito de poca monta. La ludopatía de supermercado. Caso Echávarri mismamente como escena de escarnio más que de otra cosa. Y, para cumplimentar este guión tragicómico que llama a la vez a la risa y al llanto, emerge ahora de las tinieblas del pasado el trío Gabriel Echávarri-Pedro de Gea-Lalo Díaz recién condenado en sentencia judicial “por prevaricación continuada”. Ahora ya sabemos, dictamen judicial mediante, que apenas le bastaron unos meses en el cargo para echar tierra a toda una legislatura en ciernes, para hacer saltar la posibilidad de un gobierno alternativo a la oscurantista, corrupta y concupiscente época que enmarcó muchas de las grandes decisiones de los gobiernos del PP (1995-2015) que hicieron de Alicante un espejo nacional de todo lo que no debía hacerse.
Fueron aquellos, los años de Alperi y Castedo -está contado y está escrito- gobiernos donde los intereses privados y públicos vivieron en continúa mudanza. Que se lo digan si no al ínclito Enrique Ortiz, que a su modo y manera acabó gobernando y dictando la letra y la cadencia de la ciudad desde las sombras de su despacho privado.
La triste consecuencia de todo este funesto escenario una y mil veces repetido es que, emulando a Pirandello en sus Seis personajes en busca de autor de hace casi un siglo, Alicante sigue apareciendo hoy, otra vez, como ayer y anteayer, una ciudad fantasma y a la deriva. Un ente condenado a vagar entre sombras negras de futuro incierto, abandonada por quienes más deberían quererla y enfrentada a saqueadores de todo pelaje. Todo lo opuesto a una ciudad que busca sosiego, tranquilidad, rumbo claro, que busca autor que la quiera y que la cuente bien. Ya saben, Pirandello.
Alicante, decíamos, como el coronel Aureliano Buendía de García Márquez, tampoco tiene hoy quien le escriba letras de amor y aprecio. Unas veces -las más- asaltada por piratas. Y otras, por vulgares ladronzuelos de novela picaresca. Es el pasado que vuelve y que amenaza con cegar el presente. Y, peor aún, negar el futuro.
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