Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Lontananzas

Adiós a La Guía

Cuartel de La Guía (Fuente: https://www.amigosdelamili.com/).

Cuando llegué al cuartel castrense de “Ingenieros XXXII”, ubicado en la partida de   Los Dolores, en Cartagena, la mitad de los soldados novatos, que formamos en la pedregosa explanada, marcharon a sus casas, y no volvieron, hasta finalizar el año, para recoger la “blanca” —así llamaban a la cartilla militar—. A los que nos quedamos, nos trasladaron, con el petate a cuestas, a las respectivas plantas, secciones, y camas, que nos habían asignado, y que se dividían en, Zapadores, abajo, y los de Transmisiones, arriba. Corría el mes de octubre de 1974. Allí pasaría todo un largo año de mi vida. Al principio fueron las consabidas y pesadas “bromas” a los “pollos” recién llegados: como besar la fregona, pasar por la ducha fría varias veces, beber el agua que te daban cada media hora, marcar el paso a las cuatro de la madrugada, y otras lindezas por el estilo; luego la cosa se fue apaciguando y te ibas acostumbrando a las actitudes absurdas, de los veteranos “padres”, y de los veteranos “abuelos”, a las idioteces de manicomio: ¡pisa pollo!, ¡abueleeeeeeeete!, ¡pollaco, no te amargues!… así que yo también acabé diciéndolas.

La estancia en esas instalaciones, era lo más parecido a unas vacaciones gratis, estabas comido, vestido y dormido, cuando no tenías guardia, que era casi a diario. También te daban una paga mensual de cien pesetas al mes. A los cabos, ciento cincuenta. Por las tardes tocaba paseo hasta la hora de fajina, —la cena—, si cenabas en el cuartel; si por el contrario, te quedabas a cenar en la ciudad cantonal y del submarino Peral, podías acudir más tarde, a la hora de retreta, donde teníamos que estar todos, para dormir o hacer guardia. Los que no querían salir de paseo, se quedaban ganduleando por las zonas agrestes, si no tenían oficio ni beneficio, porque si no, te tocaba currar en cocheras, el taller de chapa, de carpintería o de electricidad, Si eras muy bueno, estabas perdido, todos los oficiales y suboficiales, se disputarían tus carnes, para arreglarles el coche, pintarlo, poner luces, cortar tablas, arreglar motores… a los albañiles también les dieron una buena tarea, construir un muro de piedra alrededor del cuartel. A todos les pagaban con promesas de semanas de permiso, que a veces no llegaban nunca. De permiso se iban más bien, los “parados”.

Escudo del Cuartel de la Guía (Cartagena) Batallón Mixto de Ingenieros (Fuente: https://www.amigosdelamili.com/).

No es difícil imaginar que la estancia obligada para unos jóvenes, que ya estaban alcanzando unos grados importantes de libertad social, instalados en la música rebelde, que propiciaron las guerras injustas de Vietnam e Israel, la Revolución Cubana, el Mayo del 68, los Beatles, la invasión rusa en Checoslovaquia, los hippies, la eclosión de cantautores… y la dictadura alargándose, no era difícil, que estuviéramos removidos y conspirando contra todo lo que seguía persistiendo, a nuestro entender, como caduco y anacrónico.

Aquí en medio de los campos de almendros, que ya comenzaban a mostrar sus sonrosadas flores y olivos centenarios, en plena campiña del campo de Cartagena, rodeado de espinos de alambre y garitas, entre la nutrida humedad que el sol de la madrugada convertía, a menudo, en niebla, hacíamos gimnasia, de vez en cuando, o pateábamos guijarros en nuestros puestos de guardia. Las noches eran frías y húmedas para los centinelas, recuerdo en esa oscuridad cerrada el canto fúnebre de los búhos, rasgando el silencio de la noche. De las lechuzas, invisibles entre las ramas de algún robusto algarrobo; y del constante movimiento de las estrellas en la bóveda celeste. Aprendí a identificarlas, a cómo se anticipaban por el orto tres minutos cada día, titilando en las profundidades del cosmos. Me interesé por sus nombres de origen árabe, aficionándome, desde entonces, a la Astronomía. Así pasaba las dos largas horas, hasta que vinieran a relevarme y dormir cuatro horas, para volver otra vez a acompañar a las estrellas, si aún no había amanecido.  En esas circunstancias, de obligado cumplimiento de órdenes y obediencia ciega, me vino al pensamiento la idea fija de que SIEMPRE, a la hora que fuere, el día, el mes, el año, ya fuera Navidad, Año Nuevo, domingo, o cualquier otra fiesta de guardar, siempre, ineludiblemente, siempre, habría un soldado joven, distinto y asustado, plantado al pie de la garita.

Servicio militar. Década de 1940. Fotografía: José Ferrón Vilela. Archivo familiar de Luis Miguel Bugallo Sánchez (Fuente: Wikimedia).

Es indudable que el compañerismo socializado, haciéndonos “iguales” —independientemente del estrato social o cultural de donde procediéramos cada uno de nosotros—, era notable, porque todos los que allí anidábamos, compartimos guardias, imaginarias, y el curro “ilegal” en los talleres, o acarreando piedras gordas, para levantar el muro, que se estaba construyendo. Pero también había tiempo para el aburrimiento o el ocio. Esteve, un compañero de Muchamiel, muy cultivado intelectualmente, me enseñó a jugar al ajedrez, en un coqueto y reducido tablero, que se cerraba como un libro. Me ganaba siempre, lo máximo que aprendí fue a moverlos correctamente, pero equivocaba los lugares: ¡Jaque mate!, exclamaba con una amplia y resplandeciente sonrisa, de gruesos labios.

Esteve, me hablaba de su hermano, que había estado en la cárcel por motivos políticos, y de la situación de zozobra, en la que se encontraba la dictadura, cada vez más aislada y asediada, por dentro y por fuera. Otro gran amigo y correligionario del cuartel fue el inolvidable e inquietante Delfín de la Serra Nomdedeu, era de la tierra del turrón y la mejor horchata del mundo: Jijona. Tenía la carrera de química, y como la mayoría de los licenciados universitarios, era un par de años mayor que el resto de soldados no universitarios, ya que alegaron, cumplir con ese deber, una vez terminados los estudios. Delfín era soldado raso, como el resto de licenciados universitarios; y lo cuestionaba todo. Recuerdo una conversación con él, sobre lo absurdo y la pérdida de tiempo, que significaba pasar un año en “blanco” sirviendo, sin hacer nada práctico, a la “patria”, Y esta filosofía, la mantenía, incluso con un teniente, también químico, grandote y desgarbado, que sorprendido, ante tamaña afirmación, el buen hombre, no sabía hacia dónde mirar, por si algún otro mando, aparte de mí —que ya era cabo “rojo” —, escuchaba tamaña conversación “subversiva”.

Ceremonia de jura de bandera durante el Servicio militar, España, 1980. Fotografía: Anual (Fuente: Wikimedia).

Delfín atesoraba una sinceridad peligrosa. Yo estaba absorto, escuchando los anatemas y afirmaciones, que por otro lado eran limpias y sin atisbos políticos, aparentemente. Tal vez por eso el teniente se vio desarmado y a su entera merced. Otro de los compañeros insignes que hice fue Ayala, un catedrático de farmacia, paisano mío, que cuando coincidíamos de rebaje, quedaba conmigo para volver, en el coche de mis padres, que nos llevaba a Cartagena. Aún no me había sacado el carné de conducir, y no lo obtendría hasta los 33 años. Con Ayala aprendí algo de física, que comenzó a interesarme —parece que yo, sí intentaba aprovechar ese año muerto—. También hice amigos de mi status cultural, como el chapista Mateo, natural de Cieza, de mediana estatura, pelirrojo, pero de tez morena y un reguero de pecas, que le daban un aspecto inquietante, cuando torcía el labio inferior. Ambos éramos del mismo reemplazo, y eso repercutía en la necesidad de defenderte, haciendo piña entre tus iguales, contra los que llevaban más tiempo, y te amargaban recordándote que te quedaba más “mili” que al “Capitán Trueno”. Con Mateo solía cenar todas las noches —cuando no nos apetecía ir al comedor del cuartel—, en la cantina, donde se encontraban, como camareros y responsables del mismo, dos ilicitanos: Montero, y Javier Galiana. Manuel Asensio, chapista, siempre atento a los rebajes para marcharse a Elche, para trabajar en las carrocerías averiadas y emerger de la ruina en la que el servicio militar le estaba provocando. Luego, en la vida civil, nos hicimos grandes amigos, montó su negocio propio. Era el chapista del barrio. El alicantino Gaona, que un día visitando el Mubag, en la capital, lo reconocí en el museo: trabajaba de conserje. Él también me reconoció y nos saludamos, con un poso juvenil en el fondo de los ojos. Ya teníamos cerca de sesenta años.

Recuerdo durante el periodo de instrucción, en el campamento de Rabasa, los corrillos de soldados recién llegados hablando de política, por lo bajo, sobre todo los que habían estudiado en universidades. Parecían hormigas, murmurando y asintiendo lo que por los distintos grupitos bullía. Yo mantenía una acalorada —pero sana— discusión teológica con mi paisano Salvador Jordán, sobre la existencia o no existencia de Dios. A Salvador Jordán —creo— que le hacía gracia mi férrea convicción atea, desprovista de elementos “políticos”. Él mencionaba para convencerme de lo contraría, al teólogo Teilhard de Chardin, pero se topaba con el granito de una piel, que no dejaba filtrar nada, que no fuere comprobado en la práctica. Pero volvamos a La Guía. Allí conocí a un personaje singular, se llamaba Armero, y precisamente era de Éibar, un vasco bajito, de cara alargada y enjuta y unos ojos, donde la ironía chispeaba levemente, jamás cogía vacaciones. Estaba en el taller de chapa, junto a mi paisano Asensio, ayudándole, porque “presumía” de chapista y pintor de carros. En una ocasión recibió el único encargo y la única ocasión para demostrar sus habilidades, sin contrastar. Mi paisano chapista, le encargó al vasco que pintara toda la carrocería del auto de un capitán de ingenieros, de los que se hacían ver, muy de cuando en cuando: en las maniobras, de Albacete, una vez al año y poco más. El caso es que nuestro “Picasso” Armero se olvidó del papel de carrocería y embadurnó el “Haiga” hasta los cristales, los faros, las ruedas, los espejos, vamos que le dio a la manguera a diestro y siniestro. Y no le hicieron absolutamente nada. Un escándalo destaparía el fraude de las actuaciones de los mandos militares, conforme a las leyes, normativas y ordenanzas que regían en el Ejército: los soldados no podían ser utilizados en provecho propio y privado, bajo ningún concepto. Poseo una foto de este tipo peculiar y norteño. Cuando la observo alguna vez, rememorando el pasado, sigo claudicando, ante su mirada burlona y permanente.

Fotografía: Dawid Zawil (Fuente: Unsplash).

Aunque la mili se nos antojó muy larga, también tenía su final, su “adiós a las armas” particular de cada uno. Y casi siempre coincidía con los nuevos “pollos” que recibíamos en el cuartel tras su instrucción en el campamento. Entonces, recuerdo que los recién licenciados con el petate al hombro, cantábamos una canción pachanguera, pero importante por su liberadora, aunque chabacana y cutre letra:

En la puerta de La Guía
en la puerta de La Guía,
hay un charco y no ha llovido,
son lágrimas de los pollos,
son lágrimas de los pollos,
de ver irse a los cumplidos,
de ver irse a los cumplidos,
de ver irse a los cumplidos,
a su puñetera casa,
para ponerle a su suegra,
para ponerle a su suegra,
la primera imaginaria,
la primera imaginaria y a su suegro de retén,
a su cuñado de guardia, a su cuñado de guardia
y a su novia de cuartel. Pollo peluso, no llores más, no llores más,
mira tu padre, mira tu padre,
cómo se va.

Sirva de colofón, el suceso de carácter militar y político que sucedió en los últimos meses del 75, concretamente a partir del 6 de noviembre, con el dictador agonizando; fue la llamada “Marcha Verde” de trescientos mil marroquíes, hombres, mujeres y niños, avanzando hasta la capital: El Aaiún, para tomarla, junto a la parte correspondiente del Sáhara, que fue abandonada por el Ejército Español y “regalada” a la soberanía de Marruecos. Yo me había licenciado el 15 de octubre de ese mismo año.

Antonio Zapata Pérez

Mi nombre es Antonio Zapata Pérez, nací en Elche, en 1952. De poesía, tengo publicados 13 libros de distinto formato y extensión, que responden a los siguientes títulos por orden de publicación: "Los verbos del mal" (1999), "Poemas de mono azul" (1999), "Rotativos de interior" (2000), "Lucernario erótico" (2006), "Cíngulo" (2007), "Haber sido sin permiso" (2009), "Recursos" (2011), "101 Rueca" (2011), "El callejón de Lubianski" (2015), "Poemas arrios Prosas arrias" (2017), " Los Maestros Paganos" (2018), "Espartaco" (2019) y "Zapaterías" (2019). También publiqué un libro de artículos periodísticos autobiográficos titulado "Lontananzas", editado por el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, así como una antología de poesía, elaborada por el poeta e investigador alicantino Manuel Valero Gómez, junto a otros tres poetas alicantinos, denominada: "El tiempo de los héroes". Además, he colaborado en una veintena de libros colectivos y he publicado una novela titulada "La ciudad sin mañana" (2022). Actualmente trabajo en un libro de relatos, su título es "Solo en bares".

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