Leyendo hace unas semanas una novela de Glen Cooper, “La marca del diablo”, me encontré con este diálogo, situado en el contexto temporal de 1584, en Surrey, Inglaterra, y que me hizo recordar –los intríngulis de la mente son así de complejos– la tópica frase de don Miguel de Unamuno: “qué inventen ellos”.
–¿Has visto al barón Burghley, Robert?
–No lo he visto. Iré a visitar a mi padre cuando regrese a Londres.
–Excelente. Asegúrate de que te consigue una audiencia con la reina. Tienes que pensar en tu carrera. Y ahora puedo ofreceros un buen vino español, de Alicante. Está hecho por papistas que desprecian a nuestra reina Isabel, pero no se puede negar que es magnífico.
Desconozco de qué documentación obtuvo este escritor neoyorquino el dato de que ya hace cuatro siglos y pico nuestra provincia exportaba vinos a Inglaterra, pues no creo que se lo haya inventado tal que así. Ello demuestra que la globalización no es una cosa de ahora, ni siquiera de ayer, tiene más poso histórico. Una cosa es enviar productos de un país a otros que son peculiares, exclusivos de aquel por tradición, climatología o cultura, y por tanto exportar nuestro vino a donde no se produzca, nuestro jamón ibérico donde no haya cerdos con pezuñas negras, o almendras dónde no puedan florecer sus árboles está, a mi juicio, más que justificado.
Y otra es que tengamos que depender de mascarillas de los chinos. Como si aquí no tuviéramos desde antaño industrias textiles, maquinaria, aparadoras y todo lo que sea necesario para producirlas. Parece que la única justificación está en el coste, y ello tiene soluciones políticas: los aranceles de entrada y los costes fiscales propios. El comercio amarillo –dicho sin ánimo de ofender– se nos ha impuesto de forma intensiva, sin control de entrada, ni de personas, ni de productos; no hay más que ir desde Elche a Crevillente para comprobarlo; y en cualquier pueblo, por pequeño que sea hay una tienda llena hasta los topes de sus fabricados. Han sido hábiles, y no parece que hayan encontrado los mismos problemas que los emigrantes sudamericanos y mucho menos que los árabes y africanos.
Pero que los estados –España y Europa como suma de ellos– hayan dejado elementos que ahora se consideran imprescindibles en manos extranjeras –sean chinas o no– no me parece estratégico. Como se ve es sumamente peligroso dejar algunas cosas en manos de los demás, sea por sus capacidades fabriles, por su petróleo (también aquí hay que intensificar la búsqueda de alternativas) o por su farmacopea (hay que incentivar la investigación propia). El riesgo, a la postre, es que tengamos que estar dependientes de papistas del siglo XXI para beber algo serio.
Hemos de procurar ser autosuficientes al máximo en lo que nos exija dependencia vital, y dejar el intercambio comercial en aquello que no sea posible hacer con nuestras propias manos, para que nada nos coja con el paso cambiado. O sea que ni inventen ni fabriquen ellos. Hagámoslo nosotros. Si esta terrible experiencia sirve para algo, habrá valido la pena.
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