Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Narrativa

El cielo puede esperar

Imagen generada con ChatGPT.

George Parker estaba tumbado en la cama. El calor era infernal y apenas podía ver la lámpara del techo. Permanecía inmóvil, atado. Todo olía a mierda y a pañales mojados. La residencia de la tercera edad «El cielo puede esperar» había inundado con anuncios televisivos, con cuñas de radio, con vallas publicitarias, miles de hogares. Calidades de primera, atención personalizada, juegos de mesa, tres comidas al día y un equipo de enfermeras con diploma enmarcado donde dice bien claro que han aprobado.

Parker está soñoliento desde hace dos días y medio. No lo duchan, no le cambian el pañal y todo huele a mierda y a pis de hace dos días y medio. La habitación 451 está en el ala nueva. Allí no alojan a nadie, no hay comedor, ni duchas, ni salas de recreo. Allí solo está esa maldita habitación con la puerta negra y una calavera con los pelos de punta y la mirada perdida como si entraras en una tumba.

Parker tiene noventa años. Ha perdido mucha visión en los últimos meses. Tiene un importante problema con la tensión ocular y antes de que ninguno de sus nueve hijos se pudiera hacer cargo de él, el oftalmólogo, don Ricardo, le recetó un colirio de uso diario, bueno, para ser exacto, dos gotas en cada ojo cada doce horas. Creo que se llama Azarga. Sus hijos se lo administraron durante algunas semanas, pero al llegar aquí, ya no, debido a la dejación de labores y a codearse demasiado con el maltrato que irrumpieron en su vida casi como una docena de peces globo mal cocinados, como un elefante en una cacharrería, como una orca en un acuario repleto de ranas, de morsas, repleto de krill.

«El cielo puede esperar» no es ninguna ganga. Dos mil trescientos euros al mes son motivos suficientes para crear nichos de fortuna que pueden pagar algún que otro capricho a uno de esos inspectores con poca vocación que, además, no llegue a fin de mes y tenga el depósito del coche tan vacío como la alacena.

Bueno, ya es hora de que me presente, aunque nunca me han gustado estas cosas, y mucho menos cuando no sé muy bien quiénes sois vosotros, quién eres tú. Sea como sea, el tiempo de visita está a punto de concluir, pronto nos darán de comer con menos paciencia que un adolescente que está a punto de follar por primera vez y olvida poner el freno de mano del Mini. El coche cuesta abajo, los dos en pelotas. Bueno, uno en pelotas y ella con el coño al aire y la Guardia Civil que pasa y pide el alto, y sigues cuesta abajo y, ¡joder!, me han dejado solo.

A veces se me va la cabeza hacía atrás y cuento cosas del pasado sin venir a cuento, y la gente casi siempre se va a tomar por culo o a una terraza llena de hormigas y ladillas, y casi siempre piden una ensaladilla rusa, dos pinchos de tortilla y, como les gusta tanto la patata, unas bravas para no quedarse con las ganas. Espero que alguien crea lo que he contado, sobre todo, el primer rato de recreo, porque de ello depende que Parker salga por esa maldita puerta con una calavera con los pelos de punta, como si a estas alturas no supiéramos que el corte de pelo a cepillo ya no se lleva.

La habitación 451 está en el ala nueva. Creo que ya lo he dicho antes, pero falta contar por dónde se entra. Ese anexo al edificio principal todavía no está terminado del todo, no tiene permisos y la única puerta visible está cerrada, como suelen decir, a cal y canto y con señal de alarma de Seguritas. Lo que les cuento ahora es en tiempo real. Al parecer hay detectores de escucha en las mesas del jardín, donde salimos cuando hay visitas. Me acaban de atar a una camilla, me han obligado a tragar dos pastillas para dejarme casi inconsciente. Veo con poca nitidez cómo llegamos a la cocina. El director de la empresa toca un azulejo de una esquina del alicatado y se abre ante mis ojos un pasadizo. Un largo pasillo repleto de objetos perdidos, tal vez de otros compañeros. Llegamos a la puerta de la calavera. El director, don Emilio, habla por el móvil. Se abre la calavera, parece que Parker está en las últimas. Yo, si nadie lo remedia pronto, saldré de aquí con los pies por delante y la compañía se quedará con todo mi patrimonio porque eso fue lo que firmé el primer día. Creo que ya han desaparecido cinco o seis personas en solo tres meses de primavera. Suelen ser personas mayores con pocos o ningún afecto cercano y, claro, después de revisar tu perfil, se frotan las manos.

La habitación 451 ahora huele peor. Parece que Parker no respira, le cuelgan los brazos y no se ven cuerdas. Uno de la empresa aparece con un sudario, lo meterán ahí y lo harán desaparecer. Le dirán a la familia que un día se escapó, que era problemático, que hicieron todo lo posible para que se sintiera un poco mejor que en casa de uno de sus nueve hijos y a la Policía le dirán lo mismo, o algo muy parecido. Me voy a presentar antes de que sea demasiado tarde y todo esto termine muy mal o simplemente termine que, aunque parece lo mismo, no es ni de lejos algo parecido. Soy Arturo, me diagnosticaron que sufría de epilepsia hace ya algunos años, ingresé aquí por dos o tres razones: primero, para no vivir solo con tantos achaques; segundo, porque Parker era mi único hermano —hermanastro—; y tercero, ya no me acuerdo, porque las pastillas, ahora sí, me están haciendo efecto.

Pablo Guillén

Pablo Guillén empezó a escribir hace algunos años. Un poco para escapar de la rutina de un trabajo que sólo le aportaba un salario. Nada más. Publicó durante algunos años artículos de opinión en un diario local y también participó en algunos encuentros literarios concursando y formando parte en distintas publicaciones.
Tiene tres libros de relatos publicados: “Sombras de luz y niebla”, “Reflejos frente al espejo” y “Lanzarse al vacío y otros relatos”.
Además, tiene el cajón repleto de historias que empujan cada día por nacer, pero la situación actual no es la mejor y como todo el mundo sabe, el dinero no crece por más que riegues esa jodida planta.
Actualmente está inmerso en un nuevo trabajo, sin duda más ambicioso y extenso: su primera novela, aunque declara sin tapujos que se mueve mejor en el mundo de los relatos y puede que le pase un poco como a Oscar Wilde, que sólo escribió una novela, “El retrato de Dorian Gray”.

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