Los cuentos de monstruos siempre han sido, o han servido, para justo su contrario. Para espantar los miedos cuando niños. Para ahuyentar el mal fario ya adultos. Han sido un bálsamo que nos acunaba ante los acechantes peligros del paso del tiempo, en el temeroso transitar de lo desconocido, una mano amiga en las noches claras y en los oscuros días. Nos han servido, también, para proyectar nuestros pequeños ensueños de seres alados a partir de una realidad que no nos gustaba en un mundo estercolado de violencia, miseria y hambre.
Sabíamos que esos relatos, que aquellos cuentos, no formaban parte de la realidad, pero su compañía nos ha atravesado desde siempre como ejemplo y metáfora ante la sima de los peligros reales y la vaporosa mirada de la muerte que estaba tras el último recodo del camino. Pero quizás lo de ahora, el estrambote de cuento que se nos va a empezar a contar justo desde este lunes 20 de enero y desde una ciudad llamada Washington, sea otra cosa.
Quizás, inocentes y cándidos, pensemos que solo vaya a ser una la hoja volandera más de uno de aquellos otros cuentos, vacuna contra el dolor. Pero seguramente no tendrá nada que ver con todo aquello. Lo cierto es que el mundo, o una parte de él, tiembla, temblamos, pausa su respiración por no despertarle, por no enfadarle. Eso sí parece cierto. Él, el mayor contador contemporáneo de malos cuentos, prefiere —ya lo ha hecho sin llegar a reinar— la extorsión y la amenaza como parte de la trama.
El nuevo rey se apresta a sentarse en el trono del mundo. O eso cree él. Que es el rey y que todo lo puede aunque ya no esté ya tan claro eso. Pero en todo caso no parece vaya a ser el rey bueno, el rey bondadoso de aquel bíblico relato que supo entregar la dote anticipada al hijo pródigo que le pidió salir de casa para conocer mundo y supo, más tarde, abrirle de nuevo sus brazos y su casa cuando, menesteroso, las riquezas menguaron y las desgracias sobrevolaron su existencia. Este, el de ahora, nada parece tener que ver con aquel hombre justo y escuchante, si no que más bien parece un estrambote de la historia, un parlanchín deslenguado, que solo se oye hablar a sí mismo, que divide y separa. Que enfrenta. Que disfruta en el dolor ajeno.
Pero la nueva realidad es la que la que es. Y tendremos que aprender a convivir con ella. Aunque no nos guste —que no nos gusta— porque cierto es también que se apresta a ocupar todo el espacio. Es ese anaranjado personaje que se mueve como un robot programado para imponer su ley aunque su reino ya no tenga la fuerza ni el empuje que tuvo en otro tiempo, cuando los cuentos eran tan necesarios. Es ese becerro de oro al que siguen toda esa panoplia de políticos cortesanos de siempre que proceden de las catacumbas de la historia, los Orban, Milei, Bolsonaro, Putin, Abascal de siempre, y al que también adoran los multimillonarios y conversos de última hora, hablamos aquí de los Musk, Zuckerberg, Bezos.
Y hablamos, sobre todo, de esa ralea de gente que no ha dudado en poner todos sus miserables imperios de dólares a su servicio y trasladar, si fuera necesario, su residencia a las cercanías de Mar-a-Lago en Florida como se hacía cuando el rey solo obedecía ante dios y trasladaba su corte… Ahí está él, el nuevo emperador para tiempos de crisis y cambio. Un condenado dispuesto a quemar los vestigios del gran imperio de la Ley, envuelto en mentiras, sexo comprado y, sobre todo, dinero, mucho dinero.
Alguien dijo —o quizás me lo esté inventado— que cuando hay que temerle realmente a los imperios no es cuando irrumpen en la historia, voraces y fuertes, con la misión de reorganizar el mundo, en los tiempos de conquista, que lo peor de los imperios casi siempre sucede cuando empieza, como parece suceder ahora, su insoportable descomposición. El día del ajuste de cuentas y cuentos. Quizás esa sea la razón de esta extraña elección. Y quizás sea que ese día parece haber llegado para el gran imperio americano, como antes lo hizo para otros.
Sería este, entonces, tiempo de descenso a los infiernos, que puede ser más o menos largo, pero que seguramente será doloroso, muy doloroso, un camino sin regreso hacia la cripta donde habitan los peores monstruos. Pero no uno bueno, como aquel de la película Un monstruo viene a verme de J. A. Bayona, sino este otro, de nombre Donald Trump. Otro Nerón dispuesto a quemar los restos del imperio para salvarse él. Y a los que son como él. No importa el precio.
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