Era muy tarde; tanto, que la noche empezaba a bostezar. Los semáforos y las farolas disfrutaban de un merecido descanso. Los unos en ámbar permanente, las otras rotas por pedradas o largos palos como horcas.
La verdad es que yo buscaba entre calles serpenteantes un lugar donde aliviar un tremendo apretón repentino. Tenía que entrar a trabajar en el turno de las seis de la mañana. En aquella época era invierno, o tal vez estaba frisando, mientras el otoño guardaba los colores mostaza, los tonos azafrán y montones de mantos de hojas para otra temporada.
Me levanté a las cuatro de la mañana y, aun tomando un café muy cargado, no me entraron ganas de cagar como ocurre a menudo; y quizá la causa fuese el horario. No es lo mismo tomar un café tranquilamente a las nueve leyendo La senda del perdedor de Bukowski, que hacerlo a las cuatro con prisas y nervios, porque además de salir de la negra lista del paro después de miles de horas debía estrenar traje, corbata, zapatos y correa; es decir, lo que se suele conocer como «complementos», o algo así.
De manera que a las cinco y pocos segundos salí al tempero de la calle. Encima de un frondoso ático se dibujaban esponjosas y grises nubes. Algunos perros con despertar fácil se apresuraban a ladrar al oír los primeros pasos, como si adivinaran que eran zapatos nuevos. En un tramo de una de esas calles, dos ratas negras perseguían a un negro gato. La idea de madrugar tanto era para no llegar tarde al tajo y dar esa primera y jodida buena impresión que venden tanto. A esa hora tan intempestiva, como todos ustedes sabrán, no hay transporte urbano. Y si no lo saben, no tengo tiempo de explicarlo porque ahora sí, me estoy cagando.
Aprieto el culo y sigo caminando como Peter Sellers en aquella desternillante comedia, El guateque. Noto que la mecha se acaba y que en cuestión de segundos todo explotará. Me doy de bruces con la puerta ligeramente abierta de un patio. Atisbo como puedo una magnifica e impoluta letrina bajo el paraguas protector de no más de seis tejas, eso sí, repletas de mierda de paloma, gaviotas, quizá incluso algún pajarillo perdido. Intento mantener el tipo, la cordura, la dignidad y el traje de Emilio Tucci a salvo. Pongo un pie a cada lado de la letrina. La humedad de la noche ha convertido en barro pastoso la poca arena que rodeaba el jodido agujero. Los zapatos fluchos color negro y de 100 euros se convierten casi por ensalmo en zapatillas de esparto. Pero yo necesito cagar; disculpen que sea tan explícito con el conflicto. Me aflojo el cinturón y empiezo a desabotonar los siete botones. Las nubes empiezan a rugir casi como en la marabunta de aquella magnifica película interpretada por el actor Charlton Heston, que espero que conozcan, pero si no es así, no tengo tiempo para explicarlo.
Empieza a caer gota a gota como el preludio de una jodida tormenta. Me bajo el slip y adopto la típica posición para cagar que estoy seguro todos conocemos, ustedes también. La corbata, que me había quedado un poco larga al hacer ese sencillo nudo de solo una vuelta, roza los bordes del infierno. Las gotas se quitan la máscara y de repente son cortinas impenetrables de agua. Las tejas, seguramente cogidas con tres pegotes de vaselina —perdón, quería decir masilla o cemento blanco— a una pared tremendamente enmohecida, me caen encima y provocan sendas brechas en la parte anterior de la cabeza. La oreja derecha pende de un hilo, uno de los ojos ha sufrido daños que se me antojan irreversibles, y uno de los agujeros de la nariz ya no me servirá para distraerme las tardes de domingo sacándome los mocos.
Un río de sangre y barro tapona la pulcra letrina y antes de desmayarme consigo, al fin, al filo casi de lo imposible, frisando las seis de la mañana, cagar. Pero, a pesar de todas las precauciones, me lo hago encima y llego tarde al primer día de trabajo.
Espero que entiendan cómo me siento. Pero, si no es así, no se preocupen; que ahora tengo todo el tiempo del mundo y lo puedo explicar.
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