Acabamos de padecer un nuevo episodio de lluvias torrenciales —marcado por el fenómeno meteorológico de una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) común en zonas del Mediterráneo— con un resultado trágico donde las defunciones crecen día a día y con un área de población devastada importante que cubre las inmediaciones del sur de la ciudad de València. Las noticias que van llegando nos provocan sentimientos muy complejos que con el tiempo podremos descifrar: indignación frente a la resignación, fatalidad frente a un hecho que estaba anunciado, mala gestión en las alarmas frente a la dudosa gestión posterior del desastre, entre otras muchas sensaciones. Quien está directamente afectado lucha desde el primer momento por su supervivencia física y de los suyos, además de intentar recuperar cuanto antes una cierta normalidad, aunque esta esté lejana. Quienes hemos sido testigos a una distancia relativamente corta, recordamos otros episodios anteriores vividos, aunque ninguno con esta especial virulencia.
Quedan las imágenes que vamos viendo en los medios y en las redes sociales. Una reacción salvaje de una naturaleza en apariencia tranquila, la que marca nuestro entorno geográfico, que de manera periódica nos devuelve a la realidad: la fragilidad del ser humano en la Tierra. Cuando pensamos que controlamos los recursos naturales, que aplicamos la tecnología correctamente para entender nuestro entorno y llevar a cabo actuaciones sobre el medio que habitamos con la suficiente previsión, recibimos una lección de humildad que nos devuelve al punto de origen: aquel en el que los primeros habitantes de este planeta empezaron a desarrollarse. Cierto es que las consecuencias del cambio climático, aunque les pese a algunos negacionistas, están más cerca de lo que creemos. La afirmación del climatólogo de la Universidad de Alicante (UA) Jorge Olcina en una cadena de radio no puede ser más certera: “negar el cambio climático se cobra vidas humanas”.
La negación de la realidad es un mecanismo de defensa psicológico que utilizamos para lidiar con situaciones que nos resultan difíciles de aceptar o que desafían nuestras creencias y valores o, peor todavía, nuestros intereses económicos. Reconocer, pues, la gravedad del cambio climático significa que debemos cambiar nuestra forma de vida. Así buscamos información y opiniones que confirmen teorías absurdas o rechazamos los datos que desafían esta verdad. Nos protegemos emocionalmente a un corto plazo para no aceptar la voz de la ciencia y acabamos tomando decisiones informadas y responsables. La zona inundada formaba parte de l’Albufera de València en la época de los romanos hasta casi el siglo XVIII. Desde la Edad Media se llevaron proyectos de desecación para convertir zonas pantanosas en tierras agrícolas. A lo largo de los siglos, la construcción de canales y sistemas de drenaje alteraron el flujo natural de agua. Por último, el crecimiento del cap-i-casal y de los pueblos cercanos ha alterado la extensión y el ecosistema de una zona que recibe grandes cantidades de agua en estos episodios de lluvias torrenciales. Queda la duda que los expertos tendrán que analizar: el nuevo cauce del río Turia, construido para proteger València de las inundaciones, ¿ha supuesto una trampa para el margen derecho de este?
Es el momento de colaborar, desde todos los ámbitos, en paliar los efectos devastadores de la DANA, pero también de analizar lo sucedido en aras a la previsión, la comunicación de las emergencias y de la actuación posterior. Habrá que valorar uno a uno los elementos funestos que han coincidido para que, si se repite un fenómeno cada vez más frecuente por el calentamiento del agua de nuestro mar a causa del cambio climático, los daños humanos y materiales se minimicen. Todo ello, en la revisión lógica de los sucesos, nos produce un sentimiento de pudor. Experimentamos una sensación de respeto profundo, humildad o incluso incomodidad al presenciar la magnitud de un evento tan impactante y devastador. Nos sentimos vulnerables frente a la inmensa fuerza de la naturaleza y proyectamos el respeto por la dignidad de las personas afectadas, evitando actitudes o comportamientos sensacionalistas, intrusivos o insensibles frente a su sufrimiento.
No es momento, pues, de sacar rédito político, sea cual sea el ámbito en el que este se puede plantear. No es momento de sonrisas fáciles y frívolas, aunque estemos comunicando otras esferas de nuestro día a día. La cotidianeidad tiene que volver, pero traduzcamos el pudor en una actitud empática, reconociendo el dolor de los demás, absteniéndose de trivializar o explotar la situación para otros fines. No es suficiente incorporar un lazo negro en nuestros estados de aplicaciones de mensajería o de redes sociales cuando por otra parte recurrimos a juegos de palabras vergonzosos que puedan beneficiar nuestros intereses como hemos podido observar en algunos casos. Retrasemos al máximo actos o la realización de situaciones que pueden esperar, aunque sigamos con nuestra aparente feliz rutina porque no nos hemos visto afectados. De lo contrario, seguiremos mostrando la parte más inhumana y torticera de nosotros mismos. Sintamos el pudor que puede servir para mostrar nuestro apoyo real a los damnificados. Seamos humanos, aunque la naturaleza nos lo ponga difícil.
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