Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

¡Todo es ya una fiesta!

Fuente: Freepik.

La escena sucedió más o menos así. Un restaurante de Alicante y de cierto postín (50 euros el menú ya da idea), con grandes ventanales que dan a la hermosa dársena del puerto repleta de barcos de recreo. Es viernes, hora de comer. La sala del propio restaurante no está llena aún, pero, poco a poco, grupos de comensales van ocupando sus mesas, eso sí, previamente reservadas. Son grupos diversos, en general mujeres y hombres de mediana edad, profesionales parece, quizás alguna vieja amistad recuperada, un proyecto de viaje, una última conversación para un negocio en marcha, un reencuentro o una ruptura amorosa también en marcha, quién sabe. También, es posible, que haya turistas de un cierto nivel adquisitivo, turistas bien aconsejados.

En el fondo del luminoso y acogedor habitáculo, decorado de forma minimalista, coinciden fatalmente —eso lo supimos luego— dos grandes mesas redondas con grupos de claros intereses contrapuestos. En una de ellas, una docena de personas mayores en amena charla, reunidas —se supone— para celebrar el final de algo o el principio de algo nuevo, quizás solo eran las ganas de volver a verse. Justo al lado —cosas del fatal destino— otro grupo, más jóvenes casi todos, casi todos hombres, apenas un par de mujeres. Se les ve bronceados, empoderados, disfrutones, despreocupados, con eso que se dice de tener ganas de comerse la vida. Seguramente —no está claro— son socios de un club de regatas próximo.

Pero muy pronto, el ambiente se va tensando. El bullicio de la conversación, casi mejor decir que del jolgorio, en la mesa de los más jóvenes, va subiendo de decibelios hasta casi apoderarse de la estancia. La propia mesa redonda que ocupan, con su cubertería, copas y platos, va subiendo y bajando físicamente, empujada por manos acompasadas hasta casi la altura de sus propias cabezas, todo ese movimiento al compás de extraños e incomprensibles sonidos guturales —»¡uh!, ¡uh!, ¡uh!, ¡uh!…»—. Risas. Más risas. Las carcajadas aumentan. Los decibelios también.

Cada vez se hace más difícil mantener una conversación a los comensales de las mesas más cercanas. Lo que parecía cosa de una pequeña licencia festiva —se entiende, estamos en verano, Alicante…— un momento de fervor, se convierte en un continuo. En un desagradable jolgorio. Mesa para arriba, mesa para abajo. Tintineo de cubiertos y vajilla. Más sonidos guturales. Nadie hace nada pese a las miradas que se cruzan entre los ocupantes más próximos.

Hasta que una mujer valiente de la mesa de los más mayores se arma de valor. Se levanta para pedirles a quienes ocupaban la de al lado si podían bajar un poco el volumen, que casi no se puede conversar, que por favor, solo un poco de consideración… Por la respuesta y el tono de los sonidos que provienen de allí se intuye que no parece que estén por la labor. Que, incluso, se sienten molestos por la advertencia, por ese pequeño y edulcorado toque de atención. Varias voces responden a la vez. Otras personas, de otras mesas cercanas, se levantan también para quejarse y pedir un poco de educación. No parece que pueda haber acuerdo y no está claro cuál es la salida.

Fuente: Freepik.

Pero como la escena va subiendo de tono, el desacuerdo crece, el malhumor aumenta, intervienen algunos de los trabajadores del restaurante para tratar de mediar. Se les ve, aparentemente, acostumbrados a convivir con éstas o escenas parecidas. Es como si estuvieran aleccionados para torear situaciones así. Actúan rápido. Ágiles. Evitando incomodar a unos u a otros, buscando pequeños puntos de encuentro. Eso sí, en sus rostros se adivina una media sonrisa de enojo y costumbre. ¡Otra vez! Eso parece que estén pensando.

El final de la historia, de esta pequeña historia que afecta solo a unas pocas personas en un rato de ocio en un restaurante con vistas, de una historia mínima en una ciudad que hierve de turistas, fue la crónica de una victoria y una derrota amargamente entremezcladas. Amablemente, la responsable del restaurante, ofreció a las personas más mayores, las que ocupaban la mesa junto a los ventanales, cambiarse a un pequeño reservado interior que andaba vacío. Eso sí, sin vistas ni nada, pero afortunadamente aislado del resto del local. Lógicamente, aceptaron agradecidos. Allí se fueron caminando, con la sensación incómoda de una cierta derrota por haber sido ellos, las víctimas, las que tuvieran que cambiar de sitio, las que tuvieran que cambiar sus asientos. Y allí, efectivamente, pudieron terminar en paz y con tranquilidad aquello que les había reunido. Fue como una comida en dos fases, pero quizás era la única salida llegadas las cosas al punto que habían llegado. Otra solución parecía imposible.

Estaba claro que los comensales de la mesa de al lado, los de los sonidos guturales, los del sube y baja de la mesa, no se iban a marchar, ni iban a dejar su incívico comportamiento. Eso no estaba en el negociado de las quejas. Parecía que aquella era su fiesta y los demás, todos los demás, sus invitados. Seguramente —es un suponer, no era cuestión de preguntar— eran clientes habituales. Incluso puede que algunos de ellos —eso también es un suponer— dueños de los barcos de recreo que casi cubrían la lámina de la dársena interior de la propia bahía. Nosotros, la mayoría de los más mayores, de todos los demás, puede que solo clientes ocasionales. Gente corriente.

Finalmente ellos, comensales alborotadores y maleducados, pudieron así permanecer tranquilamente en su mesa, junto a los ventanales ya citados. Pudieron seguir con sus ritos de tribu urbana de tintes orangutanescos (con perdón para los orangutanes), pudieron disfrutar de su proclamada y explícita libertad sin límites, de su derecho a hacer cuanto les pasara por la cabeza, donde les diera la real gana y sin miramiento hacia quienes compartían en ese día y a esa hora el mismo restaurante, las mismas vistas.

No lo dijeron, pero en las expresiones de sus caras, en sus voces inconexas, casi se podía leer: «No Molesten, ¡estamos de fiesta!». Debe ser que para ellos, para todos ellos, la vida es solo eso. Una fiesta. Da la sensación —cada vez más— que para la ciudad, Alicante, para este país entero, también, debe ser que ¡todo es ya una fiesta! La fiesta de la libertad.

Pepe López

Periodista.

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