Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

París: la soledad de las grandes ciudades

Puente Alejandro III con el Gran Palais al fondo. Fotografía de Pline (Fuente: Wikimedia).

¿Quién no se ha sentido sorprendido en la magnificencia del puente parisino Alexandre III? Esta construcción data de 1900, cuando el zar del mismo nombre de Rusia lo ofreció a la ciudad de París con motivo de la Exposición Universal de ese año. Como enlace entre el Petit i el Gran Palais, esta construcción metálica de 40 metros de elevación, con sólo un arco de 107 metros, estaba destinada a simbolizar la amistad franco-rusa. Las cuatro figuras alegóricas que se encuentran en sus pilares de entrada y de salida, con remates dorados, representan las artes, la agricultura, el combate y la guerra; unas disciplinas bien distintas para enlazar el pasado y el presente de aquellas naciones y para convertirse en uno de los ejes centrales de una de las ciudades del mundo más visitadas y anheladas por turistas, escritores y artistas en general.

Una ciudad que, si se visita recientemente como ha sido mi caso, se prepara para los próximos Juegos Olímpicos. Las obras invaden sus rincones, con un nuevo intento de convertirse en faro del mundo y espacio de reencuentro con valores bien distintos a dos de las figuras alegóricas del puente Alexandre III. Cada visitante encuentra su espacio predilecto, su calle, su plaza, su monumento, en un sinfín de edificaciones y de contrastes que provoca que París sea en parte tuya y en parte de todo el colectivo de humanos que día a día la cruza. La place des Vosges —una de las más antiguas de la ciudad— o la cour du Commerce Saint-André —uno de los pasajes cercanos al Quartier Latin del siglo XVIII que ofrece su imagen original— son dos de mis puntos preferidos en la ciudad del Sena. Pero ¿cómo puede convertirse un espacio tan plural y habitado en un centro de la soledad de sus habitantes?

Las grandes concentraciones de personas incrementan el anonimato: si el azar no lo quiere, puedes callejear horas y horas sin encontrarte a nadie conocido. Así asistes a la experiencia íntima y personal de la soledad, semejante a la sensación de recorrer una montaña poco transitada. La densidad poblacional provoca que no tengamos conexiones significativas con quienes nos rodean. Si añadimos el incesante ritmo de vida y competitivo de las grandes ciudades, la inexistencia de un sentido de comunidad, el aislamiento se incrementa. La existencia de grandes bolsas de visitantes, como también de la emigración, potencia el sentido de abandono y de la falta de contacto entre personas. Tal vez por todo ello, la ciudad que se caracteriza por las dimensiones mínimas de los espacios internos —los apartamentos de poco más de 15-20 m2 o los restaurantes con mesas encajadas como un puzle— optó en la renovación de los siglos XVII y XVIII por espacios públicos inmensos, con jardines infinitos que se convierten en puntos de encuentro y de reunión de sus habitantes. Así, el Jardín du Luxembourg constituye una joya en medio de la densidad poblacional del Distrito VI desde que la reina regente de Francia, María de Médici, ampliara el pequeño jardín del palacio en el siglo XVII y fuera remodelado por el barón Haussmann tras el diseño de las grandes avenidas que representaron la destrucción de barrios enteros. Unos espacios que sirvieron para romper la soledad de los habitantes de aquella ciudad y que sirvieron a tantos novelistas para ambientar sus historias. En Les misérables (1862) de Victor Hugo, Marius conoce en estos jardines a Jean Valjean y a su hija, Cosette, de quien se enamora perdidamente.

París ha ofrecido a la cultura universal miles de escritores y artistas. Uno de los más recientes que ha consolidado su trayectoria, tras una adolescencia marcada por una experiencia cercana a la muerte, es David Foenkinos (París, 1974). En el Jardín du Luxemburg tuve la temeridad de empezar la lectura de su última obra La vie heureuse (2024). ¿Podía ser aquella novela la solución para la superación de la posible tristeza de su aislamiento? Si adquirí de manera intuitiva este ejemplar, su lectura me sirvió para encontrar frases como la siguiente: “Jamais aucune époque n’a autant été marquée par le désir de changer de vie. Nous voulons tous, à un moment de notre existencie, être un autre.” (*). ¿Es verdad que en algún momento de nuestra existencia queremos ser diferentes, cambiar de vida? Cada persona que me encontraba en un punto de visión, ¿reflexionaba sobre su presente y las opciones de cambio de un futuro próximo? Una historia donde los amigos del instituto se reencuentran gracias a un grupo de una red social sirve para entender que “ta deuxième vie commence quand tu comprends que tu n’en as qu’une” (**). Afirmación que me estremece frente a la conciencia de esa absoluta verdad: sólo tenemos una vida.

Una imposibilidad de cambio porque la realidad es la que es; proyectamos el deseo de transformación, de transfiguración en otro yo falso, que acaba cuando somos conscientes de esta imposibilidad: sólo tenemos una vida. Friedrich Nietzsche se lo cuestionaba en Así hablaba Zaratustra (1883-1885): “¿Cómo convertirme en aquel que soy? ¿Cómo liberarme del último hombre?”. Esta es pues la evidencia: seguimos siendo quienes somos y recorriendo solitariamente esas grandes ciudades como París sin encontrar la solución a nuestros deseos de cambios. Nos queda, eso sí, la belleza de la contemplación del genio constructivo del ser humano. Esa famosa grandeur del orgullo nacional francés que se concreta en cada avenida, en cada monumento construido en la ciudad que sigue impresionando a sus visitantes.


(*) «Nunca ha habido un momento en el que el deseo de cambiar de vida haya sido tan fuerte. En algún momento de nuestras vidas, todos queremos ser otra persona».

(**) «Tu segunda vida empieza cuando te das cuenta de que sólo tienes una».

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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