Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

Koldos

Me dirán, y con razón, que la palabra “Koldos”, así en plural y la que encabeza este artículo, es incorrecta, que no existe, que es una licencia excesiva. Y seguramente lleven razón. Aunque seguramente eso era así hasta esta pasada semana, hasta que el “caso Koldo” ha empezado a ocupar espacio en los noticieros y dicho nombre ha iniciado un proceso de sustantivación en los tribunales y en el imaginario de la gente. A empezar a ser un nombre semánticamente próximo a expresiones del tipo pillo, bribón, granuja, sinvergüenza, golfo, miserable, ladronzuelo.

Quizás si hay un libro que explica cómo hemos llegado hasta aquí, cómo y por qué de vez en cuando se nos reaparece un Koldo apadrinado por algún presidente, presidenta, ministro o alcalde, ese libro sea la vasta y magnífica obra de Paul Preston Un pueblo traicionado, un recorrido por lo peor de nuestra historia, un texto que explica cómo los poderes de todo pelaje —Iglesia, monarquía, Ejército, terratenientes… en tiempos pasados; algunos partidos políticos, casi todos los bancos, muchos monopolios y oligopolios nacidos de lo público y algunos negociantes de medio pelo que se hacen llamar empresarios… en tiempos más recientes— han hecho de este país una tierra abonada a la continúa corrupción y al saqueo más inmoral. Al expolio puro y duro.

El escritor inglés nos relata con dolor y con todo lujo de detalles la larga ristra de Koldos —ya saben tunantes, ladronzuelos o puros extractivistas— que han pululado en los 150 últimos años de nuestra historia por las distintas administraciones de todo pelaje de este país, desde las monarquías varias, las restauraciones, las dos repúblicas, por supuesto ambas dictaduras y también ahora en plena democracia. Y todo ello y casi siempre amparados en los joseluisesabalos, aznares y esperanzasaguirres de turno, gentes todas ellas sorprendidas, gentes que siempre negaron —eso repiten como una letanía— que nada sabían, ni nunca vieron lo que pasaba a medio metro de sus propias narices. Extraña visión selectiva.

Alguna vez leí y se me quedó grabado algo que extrañamente me reconfortó. Era algo así: la corrupción ha existido, existe y existirá siempre y en todo lugar, allá donde un hombre —o una mujer— tenga alguna brizna de poder, de capacidad de decisión sobre los otros, porque va en la naturaleza humana, porque es innata a nuestra especie, y por tanto la única diferencia entre unos países y otros, entre unas sociedades más corruptas y otras menos, está en el cómo se confronta esa misma corrupción. En definitiva, de qué medios y leyes se dotan las sociedades para impedir que les desborden, para detectarla a tiempo, cuáles son los controles y los cortafuegos con los que tratan de impedir que la enfermedad acabe carcomiendo y vampirizando todo el cuerpo social. De eso, parece, debería ir la lucha contra la corrupción. No de acabar con ella. Sino de armarse decididamente para combatirla.

Y sucede que aquí, en este país y en demasiadas ocasiones —y también en democracia— estamos demasiado acostumbrados a una vieja musiquilla que viene de lejos, de muy lejos, un cierto déjà vu. Es un bla, bla, bla de una parte de la clase política, cuya práctica general es poner el altavoz a toda pastilla y engrosar el adjetivo cuando afecta a otros y bajar ese volumen al mínimo cuando es propio.

Ahí está ahora el PP, proclamando que el caso Koldo, o caso Ábalos como ellos lo llaman, es el acabose, el no va más, pero no habría que olvidar que este PP es el mismo PP que no hace tanto borró 25 veces los discos duros —algunas fuentes apuntan que a martillazos— de los ordenadores de la calle Génova que les reclamaba el juez que les investigaba, el mismo PP que utilizó fondos públicos para robarle el material probatorio de su propia culpa a su exgerente Luis Bárcenas.

Pedro Sánchez asegurando al inicio del Consejo de la Internacional Socialista que «Quien la hace la paga» (Fuente: Canal YouTube de «El País»).

Y quizás, solo quizás, una de las batallas aplazadas para combatir esta corrupción sería girar la mirada hacia ese inframundo de los asesores, hacia los Koldos de ayer y hoy. Quizá si pusiéramos el foco en regular, reducir, modular, justificar el acceso a la administración a ese ejército de asesores, de personal de confianza, de esos interminables staff a los que nadie conoce pero que pululan por las administraciones como si fueran los amos del fuerte, sería un buen comienzo, una forma de poner cortafuegos.

Porque, hablemos claro, si tu sueldo, tu futuro, depende solo de la voluntad de tu jefe, de tu alcalde, de tu ministro de turno, es muy posible que a poco que tu ética y/o principios flaqueen, estés dispuesto a hacer un (por ahora presunto) Koldo. A negociar con la desgracia de otros, a patrocinar oscuros cambalaches, y no importará tanto que sea en medio de una pandemia que tiene paralizado a todo un país menos a ti. Eso a ti como que te importa más bien poco. Lo ves como una gran oportunidad.

Recordemos que el PSOE, este PSOE de Pedro Sánchez, logró acceder al poder aprovechando el olor fétido de un partido de gobierno que había llegado a tan alto grado de putrefacción, que se había creído su propia inmunidad hasta el punto —ya lo dijimos antes— de romper “a martillazos” los ordenadores de su sede, esos discos duros que albergaban las pruebas de su ignominia, de un PSOE que se había sobrepuesto a su propia sombra de corrupción (Felipe González en su etapa final, los EREs andaluces…), pero también un partido socialista al que empezaron a flaquearle las piernas cuando los votos independentistas catalanes apretaron y exigieron un traje a la medida. ¿Cómo entender sino la rebaja del delito de malversación a cambio de un puñado de votos para que los líderes independentistas encarcelados o en vías de ello aliviaran sus penas?

La segunda parte del título del libro de Preston reza así: España de 1874 a nuestros días, incompetencia política y corrupción social. La tesis que atraviesa esta radiografía de lo peor de nosotros mismos es que España no sería esencialmente diferente a otros países de nuestro entorno, pero que en lo único en lo que sí hemos sido y somos diferentes es que aquí los poderes de cada época se las han ingeniado para dictar leyes a conveniencia, para vaciar los controles y los contrapesos, para dictar normas que casi persiguen y maltratan al funcionario que se atreve a denunciar la corrupción y no tanto al malhechor, para abrir la puerta de las administraciones públicas a todo tipo de koldos, de sanguijuelas, usureros y codiciosos dispuestos, si fuera menester, a fajarse por su jefe al estilo del tal Koldo de ahora cuando dicen que hizo aquello de llegar a amenazar al por entonces su propio compañero de partido y alcalde socialista de León, según palabras del propio José Antonio Díez: “(Recuerda que) tengo tres años para joderte”. Mafia pura.

Y, la verdad, casi nos parece poco. Cuando las leyes y, sobre todo, las costumbres permiten que un portero de discoteca o de prostíbulo (con perdón para los porteros y para las discotecas) puede acabar siendo consejero en empresas estatales que gestionan miles de millones, pues el riesgo claramente es más bien alto.

Y, entonces, puede que sí, que un mero nombre propio como el del tal Koldo García de ahora corra el riesgo de sustantivarse y acabar definiendo un comportamiento generalizado, algo que hemos aceptado y naturalizado forme parte de nuestro paisaje político. Solo quedaría, para arreglar el asunto, pedir amablemente al escritor británico que en futuras ediciones tuviese la amabilidad de añadir un nuevo capítulo. El publicado hasta la fecha solo alcanza a describir a las diferentes variantes de “koldos” y compañía habidos hasta el año 2014.

Pepe López

Periodista.

1 Comment

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  • Excelente artículo.
    La referencia al ensayo de Preston es muy oportuna. El fenómeno es estructural y, como tal, sólo podría aproximarse a él desde el compromiso político. Para ello, el diagnóstico es fundamental y no veo interés en ello.