Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Haciendo amigos

Estambul

Cada vez la tengo más cerca, de hecho, pronto me pasarán pullas mensuales con las partes del viaje para conocerla. Me refiero a la ciudad más poblada de Europa, ese lugar que Napoleón señaló que sería la capital si el mundo fuera un país: Estambul y su estrecho, aquel mar donde Vicente Blasco Ibáñez nos descubrió que el mayor espectáculo del mundo es llegar a esa ciudad desde el Bósforo. Espero que sea igual de espectacular tener esa visión desde el circulito de un camarote de proa en un crucero, será una visión más corta y limitada, pero se verá al menos.

Estambul, la Constantinopla cristiana que Constantino el grande cambió de nombre y que 1200 años después su sucesor, Constantino XI Paleólogo, defendió hasta la muerte el día que terminó el Imperio Romano, allá por 1423 por la mañana. Pero, sobre todo, el Estambul bizantino y cristiano de Santa Sofía, el turco del Palacio Topkapi, el islámico de la mezquita Azul, el de Kemal, ese de los perros sueltos por la noche y de las casas señoriales y de madera a orillas del estrecho. Estambul con al norte el norte y al este Asia, al sur el mundo conocido y al oeste la ciudad del Gran Bazar, del pescado pescado por pescadores de caña y servido en esos restaurantes con vistas que te ofrecen postres gratis, aunque luego te los cobran. 

La ciudad que hizo Nobel a Pamuk porque no se puede discutir la literatura cuando transmite amor a tu tierra, a tu infancia, al propio amor vivido entre sus calles, en sus casas, en su latido diario y eterno. Ese Estambul que nos narra y nos atrae como un imán fuerte e irresistible, donde «todo se ha quedado a la mitad, todo es insuficiente e imperfecto». Allá donde nos cuenta Pamuk que «En las noches brumosas de primavera en que no se mueve ni una hoja en toda la ciudad, o a altas horas de esas noches de verano sin luna, sin viento y sin ruido, cuando vas dando triste un largo paseo a solas por la orilla del Bósforo, escuchando solamente el sonido de tus pasos y llegas de repente a un cabo y oyes en medio del silencio el ruido estremecedor de la corriente que ruge con todo su entusiasmo y percibes atemorizado la espuma que brilla blanquísima con una luz que no se sabe de dónde la ha tomado el agua, no te queda más remedio que aceptar que el Bósforo tiene un alma específica».

En fin, enamorarse de algo de oídas, sin conocerlo, hablar de ello, incluso dar clases de su historia sin haberlo pisado es inaceptable. Por eso voy a ir, espero, y mis expectativas son tan grandes que seguro me decepcionará, pero siempre podré pensar aquello de «La vida no puede ser tan mala, cuando, al menos, uno siempre puede ir a darse un paseo por el Bósforo».

Hay que ir.

Pedro Picatoste

Empresario e historiador.

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