Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

Un «Far West» a las puertas de Navidad en Alicante

Fotograma de "Solo ante el peligro" (1952).

La noche siempre ha sido ese territorio donde las leyes y su cumplimiento se diluyen, ese espacio negro donde las corruptelas del dinero y la droga suelen campar a sus anchas, ese caldo de cultivo donde administraciones laxas y policías corruptos conviven tan bien. Si a todo eso que ya sabemos le echamos a la coctelera unas gotas de alcohol de más, una pizca de droga aquí y allá, y, casi siempre, escondidos entre el ruido, algunos empresarios desaprensivos y avaros que creen firmemente que su negociado no es de este mundo, ya tenemos la mezcla explosiva.

Ese cóctel perfecto donde, de vez en cuando, ocurre lo que ocurre. A veces, la tragedia; otras, como esta misma semana en Alicante, el escarnio, el insulto y el menosprecio por razones de edad.

Y es que lo sucedido hace unos días en Alicante seguramente no deberíamos verlo como un hecho aislado, más bien apunta a que no es más que la punta de un iceberg que no vemos, el exponente de una forma de hacer tan propia de esos rincones oscuros. Que echen a un grupo de mujeres “de entre 55 y 80” años de una sala de ocio de la ciudad de malos modos, a grito pelado, por el “delito” de animarse a bailar en un local que había organizado una fiesta ochentera, y que no pase nada, es, posiblemente, toda una muestra de que el problema tiene hondas raíces. Y no saludables precisamente.

El asunto, de momento, se ha saldado con las disculpas de algún responsable que pasaba por allí y la decisión —comprensible a título personal— de las afectadas de no querer denunciar, de mirar para otro sitio, y también —supone uno— de la lección bien aprendida de que otra vez, cuando salgan de fiesta, mejor les iría pedir permiso antes de entrar. ¿Exagerado? Sírvanse ustedes mismos.

Ya ocurrió en la pandemia, cuando algunos de los forajidos (sí, forajidos, y eso no implica, no debería, implicar a todos) que pululan en la madrugada intentaron anteponer sus intereses a la salud de la gente. Y sucede todos los días aquí y allá, sin que ocupe espacio ni tiempo en los noticieros. Ocurrió, por ejemplo, en Murcia, en las discotecas de la muerte, en las salas de fiesta Teatre y Fonda Milagros, esos lugares donde y por lo que está desvelando la investigación judicial, eran una apuesta segura a la tragedia que finalmente sucedió.

Las 13 vidas segadas allí —deben pensar algunos— valen lo que valen, quizás, solo quizás, porque son (eran) emigrantes, gentes de fácil sustitución, ¡como si todas las vidas no valiesen igual! La maraña administrativa, empresarial, el complejo rastro de la muerte, hará que cuando el juicio termine las responsabilidades (empresariales, administrativas, policiales…) se diluyan y “aconsejen” pasar página. Solo hay que esperar a que suceda, pues sucedió otras veces.

Discoteca (Fuente: Pixabay).

En las viejas leyes del fútbol, había un viejo código de honor no escrito entre los propios jugadores: lo que pasa en el terreno de juego, se queda en el terreno de juego. Dentro del césped todos suponíamos –bueno, lo sabíamos, pero no podíamos confirmarlo- que los insultos entre compañeros volaban a ras de césped, que había jugadores que saltaban al campo con agujas en los dedos, que la mención de la madre, los hijos, la raza era cosa común… Todo valía para conseguir la gloria, el triunfo. A veces, también pero no siempre, el dinero.

Todo eso, ya digo, sabíamos que pasaba porque algunos de estos mismos jugadores nos lo contaron en sus memorias, lo confesaron ya retirados de la pelea. Como sabemos —lo vemos todos los días— que todo ese fragor de tintes mafiosos empezó a mitigarse cuando llegaron a los estadios la multiplicidad de cámaras de televisión, la lectura de labios, las sanciones ejemplares y todas esas nuevas leyes que intentan poner coto a las malas artes y que tratan de hacer que un deporte maravilloso sea solo ese deporte maravilloso y mágico que tan bien nos relata Jorge Valdano en algunos de sus libros.

Debe ser que en la cancha nocturna de nuestras ciudades todavía no han llegado las cámaras a poner orden, a ordenar el tráfico, a expulsar a quienes siguen prácticamente el juego sucio. Debe ser que los dueños de esa misma noche —algunos, no todos, ya digo— siguen pensando que lo que pasa en sus locales no debería salir de allí. ¿Qué hacían 18 mujeres de entre 55 y 80 años bailando en una fiesta ochentera a las puertas de la Navidad más que espantarles a la clientela de menor edad? ¿Ahuyentado clientela, disminuyendo las expectativas de dinero? Agujas en los dedos, carne no convocada.

Que no vaya a suceder nada, que ni ayuntamiento de Alicante, ni afectadas, ni fiscalía vayan a tomar cartas en el asunto, y que todo este episodio de clara discriminación por edad se vaya a cerrar con unas cínicas disculpas de alguien que pasaba por allí, es casi peor. Un chiste de mal gusto. La confirmación de que el Far West habita entre nosotros y que el sheriff del condado está —demasiadas veces— entremezclado entre los asaltantes de la diligencia. Lo vimos en aquellas películas que tanto disfrutamos de críos, lo vemos a cada poco en nuestra realidad más cercana. Esa que tanto nos cuesta reconocer. Esa que solo vemos cuando pasa cerca nuestra y, si acaso, a las puertas de otra Navidad más.

Pepe López

Periodista.

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