Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

«Lectures d’estiu» (I): la asunción de la vergüenza

Empiezo las vacaciones con una primera lectura pendiente, una novela conservada en la estantería de los libros perdidos. Se ha hablado mucho de las lecturas pendientes, de los libros olvidados, de los libros felices que guardan su sitio en el estante esperando que alguien los abra y les llene de alegría cuando caigan en nuestras manos. Hay que recordar la iniciativa del colega de nuestra Universidad, Manuel Desantes, con 16 incunables y 45 posincunables (libros impresos en el siglo XVI) y casi 2.000 ejemplares anteriores al siglo XVIII que residen en el Colegio Notarial de Alicante. Una Biblioteca de los Libros Felices que desean ser cuidados para su pervivencia.

Pero volvamos a la actualidad, a reencontrarnos con aquellas publicaciones que han dormido durante meses, quizás años y que, solo en tiempo de vacaciones, requieren nuestra atención. Me refiero a aquellos que nos llaman la atención cuando por fin tenemos unas horas para dedicarnos a una de las aficiones con la cual ganamos tiempo, más allá de la sensación extraña de cuando queremos leer por placer en el resto del año.

Así ha sido como he localizado una de las novelas que tenía pendiente del escritor marroquí Tahar Ben Jelloun, Les yeux baissés (1991), leída en su versión en catalán, Amb la mirada baixa. Me parece que la última obra suya que cayó entre mis manos fue Le dernier ami (El último amigo, 2004). Con este prolífico autor conocí la complejidad del contacto entre culturas, entre lenguas y entre religiones. Su experiencia vital entre el Marruecos originario y la Francia donde reside desde el año 1971, impregna sus obras de intensidad psicológica de unos personajes que se debaten entre las dos civilizaciones vecinas que a veces se excluyen y otras se necesitan.

Volvamos a la lectura realizada: «la muerte es la última palabra del destino». Una sentencia inicial de la obra que nos ofrece la fuerza del sentimiento de resignación de unos protagonistas que luchan contra la inercia de sus realidades y que, aunque intentan integrarse en un nuevo contexto, no consiguen despegarse del lastre de su pasado y de la herencia cultural de sus ancestros.

Nos resignamos frente a las realidades innegables; los humanos somos mortales. A medida que envejecemos, nos convertimos en seres más frágiles y tenemos que enfrentarnos a lo ineludible: la muerte. Cierto es que todas las creencias religiosas nos intentan dar explicaciones sobre la continuidad de esta, pero no acabamos de tener una seguridad completa sobre un hecho desconocido. Sólo podemos asumir como veraces la desaparición del cuerpo y de la conciencia.

(Fotografía de Freepik).

Con todo, saboreo la descripción que la joven protagonista realiza de la vergüenza: «un sentimiento extraño. Crea el efecto de una caída, de un auténtico descalabro. Caes al suelo y te sientes ridículo porque estás humillado, disminuido, trasladado a otra época. También está la decepción, que provoca una rotura». ¿Habéis sentido en alguna ocasión esta percepción? Me refiero al nivel de autoconciencia sobre nuestras acciones o características personales que consideramos desfavorables y que son expuestas en público, donde recibimos un juicio negativo que nos incrementa el deseo de ocultarnos o escondernos. Tenemos baja la autoestima y la confianza en nosotros mismos: queremos pasar desapercibidos, pero no lo conseguimos. Deseamos firmemente que la tierra nos engulla y desaparecer. Bajamos la mirada en señal de sumisión con la voluntad de conseguir el perdón o, por lo menos, que se olviden de nosotros. Esta es la clave para entender la novela del escritor marroquí.

¡Cuánto camino a recorrer en nuestra sociedad para conseguir que nadie se sienta discriminado o que viva en vergüenza permanente su manera de ser, su voluntad de amar o simplemente de realizarse como persona! De este sentimiento a la proyección de la culpa no hay sino una línea recta. Dos emociones relacionadas que, a pesar de todo, difieren en su enfoque. Si nos avergonzamos de nosotros mismos decimos aquello de «soy malo» o «no soy suficiente»; si nos sentimos culpables, expresamos «he hecho algo malo». La vergüenza es un análisis negativo de uno mismo como persona, mientras que la culpa se vincula a la evaluación de un hecho concreto. Si la primera es intensa o persistente, nuestra estabilidad emocional y psicológica puede resentirse. Si la segunda persiste sin un motivo aparente, difícilmente podremos percibir un bienestar general y resentirá nuestras relaciones interpersonales.

Levantemos, pues, la mirada. Abandonemos la percepción de estos dos sentimientos. Si erramos en nuestra actuación, pidamos disculpas y solucionemos el conflicto generado. Pero, sobre todo, alejemos las percepciones personales negativas de nuestro pensamiento. Somos como somos por nuestra evolución, por nuestro propio crecimiento. Rechazar nuestra manera de ser o de actuar nos impide evolucionar y saborear los aspectos positivos de nuestro entorno. No nos sintamos inferiores a los otros, llevemos adelante nuestros proyectos con nuestra propia manera de desarrollarlos. Si el entorno no nos acepta o intenta frenarnos, es su problema: pierden así la posibilidad de conocer otras personalidades distintas que pueden ampliar sus puntos de vista.

Entendamos así que la diversidad nos enriquece, nos hace más humanos, y luchemos contra la tendencia social a la uniformidad y a la desaparición del debate y de las divergencias. Miremos firmemente al prójimo, sintámonos orgullosos de nuestra manera de ser y dejemos aparte los miedos absurdos que nos frenan. Vivir no tiene precio, actuar con libertad es uno de los regalos más inmensos de nuestra existencia. Abrid un libro escondido en vuestra biblioteca: seguro que sus palabras os llenan de reflexión y de felicidad. Cada página de nuestra lectura está llena de imágenes orgullosas para el autor o la autora que en su momento decidió disponerlas cómo las encontramos.

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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