La humanidad es consciente de que el mundo actual ha perdido autonomía dentro de un modelo más global donde conseguir la emancipación es más difícil que nunca. Vivimos en lo que la directora del Centre d’Art Contemporani Bòlit de Girona, Íngrid Guardiola, denomina “la dictadura de las multipantallas”. Con un buen grupo de estudiantes de nuestra Universidad, pudimos escuchar su conferencia inaugural del curso hace un par de semanas. Una concepción de visión del mundo donde los grupos de poder que gestionan las plataformas de comunicación y de difusión del arte —como, por ejemplo, el cine— condicionan nuestros gustos y preferencias.
Más de cien años antes, el poeta Joan Maragall ya advertía del peligro de la posible emancipación de los individuos en el poema La vaca cega. Un inocente animal que había decidido ir por libre más allá del establo que compartía con los de su raza, en una alegoría de la propuesta del poeta modernista por defender el libre albedrío y la rebelión del individuo frente al colectivo. Si en aquel momento era el filósofo Nietzsche quien ofrecía una propuesta reflexiva de la concreción del “super-hombre”, en el momento actual, nos encontramos en las antípodas: el nacimiento del “no-hombre”. La manipulación sutil que marca nuestra convivencia con los medios digitales nos impide “ir por libre” y, más aún, la pérdida de la conciencia de que estamos condicionados en la elección de nuestras preferencias.
¿Estamos seguros de ser libres cuando marcamos un “me gusta” en alguna de las redes sociales donde convivimos tantos minutos al día? Actuamos, ciertamente, por inercia; conocemos al autor de aquella fotografía o de aquella entrada en su muro y decidimos darle nuestro apoyo, confirmarle que estamos en “la misma onda”. Un acto casi reflejo que realizamos en un instante de segundo en las entradas que alguno de los algoritmos que rigen estas aplicaciones ha decidido que nos puede interesar. No reflexionamos sobre la veracidad o el interés del comentario, pero nos sumamos al alud de “me gusta” —me permitiréis que huya del anglicismo que tanto se utiliza— de tantas otras personas. Unos individuos que no conocemos, que compartimos “amistad virtual” con el propietario del muro, pero que nos acompañan en el desarrollo de una comunicación diaria desde el interior de nuestras viviendas.
Conozco casos de colegas que viven con ansiedad la consecución de reconocimientos en sus entradas en las redes sociales. Al contrario, cuando su exposición recibe pocos “me gusta”, su desaliento es completo. Localizamos este sentimiento en los más jóvenes —la generación Z de instagrammers—, como una consecuencia de su tendencia a ofrecer su realidad a través de la pantalla, pero no es cierto: encontrar estos fenómenos de desesperación o de euforia por la popularidad en las redes sociales es ya habitual entre el resto de la población.
Por el contrario, compartir imágenes a través de las videoconferencias tiene, sin ninguna duda, un efecto positivo en nuestro día a día. ¿Cuántas reuniones presenciales que requerían un traslado físico con la consecuente utilización de tiempo y de gasto se celebran ahora virtualmente? Este es, sin ninguna duda, un efecto positivo de la tecnología. Cuando se advierte del sentido perjudicial de las pantallas es cuando perdemos la libertad individual, cuando substituimos el contacto presencial por una adicción al “ojo virtual” que nos ofrece la información del mundo exterior. Porque, aunque nos sintamos dioses que navegan por el ciberespacio, no dejamos de hacerlo por los caminos marcados por la dictadura de las grandes empresas que rigen nuestros destinos, deseosos de obtener una humanidad más controlada y dócil, más fácil de ofrecer sus productos.
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