Ningún racista es digno de ostentar una representación del Estado y menos si es el máximo representante del Estado de las Autonomías, como en el caso del presidente de Cataluña. Un neorracista, un neonazi, se autoexcluye de representar al Estado y si por añadidura nombra consejeros de su Gobierno a imputados y huidos de la Justicia, no queda más remedio que pensar que este Ejecutivo catalán no será conciliable con la Constitución y el Estatut.
Por si faltaba algo para complicar las cosas, en el contencioso catalán nos ha sobrevenido el terremoto político estatal con el cambio de Rajoy ‘el impertérrito’ por Sánchez ‘el imprevisible’, que nos llega de la mano de anticapitalistas, independentistas catalanes y vascos, y de catalanistas valencianos (de Compromís), todos ellos dispuestos a sonsacarle a Pedro Sánchez lo que no consiguieron de Mariano Rajoy. No lo va a tener fácil el líder socialista, al que no se le puede negar capacidad de aguante para lograr su objetivo primero y fundamental, la Moncloa, una palacio que es el sueño ‘celeste’ de Pablito Iglesias tras la adquisición del chalet de los 600.000 euros que tanto agrada a los dos tercios de militantes de Podemos.
Los podemitas (‘iglesistas’, pero antirreligiosos y anticlericales) ya le han indicado a Sánchez dos asuntos de suma urgencia que tiene que llevar a su primer consejo de ministros, pues para eso apoyaron su moción de censura contra Rajoy. Los independentistas, empezando por los sometidos a control remoto de Puigdemont, están que trinan porque Sánchez ha fichado a Borrell para ministro de Exteriores, al que acusan de haberse significado por el “odio” a Cataluña y todo porque encabezó la gran manifestación de Barcelona a favor de la españolidad de la región catalana portando las dos banderas, la de España y la de la Cataluña de siempre y no la inventada en el siglo XX por uno de los primeros descerebrados soberanistas, aprendiz del vasco Sabino Arana en la siembra de odio hacia los españoles y España.
Borrell quiere la hermandad entre todos los catalanes y Pedro Sánchez ha acertado con él. Es verdad que quiere diálogo, como lo quieren los empresarios catalanes más catalanistas, pero dentro de la ley. Fuera de la ley no hay salvación. Y mucho me temo que con el neorracista Torra, más soberanista que Puigdemont, el Gobierno de Sánchez terminará teniendo un encontronazo que hará necesario de nuevo la aplicación del artículo 155 de la Constitución, pero con toda dureza y por tiempo indefinido, mientras llega una reforma constitucional en la que los partidos regionalistas sólo sean legales si en sus estatutos figura el acatamiento de la Constitución.
Lo de Cataluña, como lo que se vecina en el país vasco, es una cuestión de dignidad, la dignidad de un Estado que cualquier Gobierno tiene que defender. Sánchez ha prometido “por mi conciencia y honor guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”. Confiemos en que no lo olvide.
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