Con los impuestos sucede un poco como con la factura de la luz. Que cuanto más nos la explican, menos entendemos. Cuanto más se detallan sus porqués, sus recovecos, la procedencia de sus vatios y kilovatios y más se nos informa de sus extraños epígrafes, menos claridad, menos luz, emerge.
Ahora, en la guerra fiscal abierta entre comunidades, también entre partidos políticos, otra vez nos enredan en los datos, en los extraños y oscuros peligros que supuestamente esconden las subidas de impuestos, en las también supuestas bondades de sus bajadas, en ese debate entre lo metafísico y matemático de los tramos del IRPF.
En una dinámica infernal, y de forma casi imperceptible, nos entretienen en la inmensa complejidad de los subtramos autonómicos y estatal, en esa cosa medio explosiva de la deflactación de la tarifa. O, ya lanzados, nos explican los peligros de esa otra palabra extranjera del dumping fiscal, en todos esos conceptos tan ajenos a nosotros y que casi nadie podría explicar en un manual para gente corriente. Y todo, y quizás, para obviar lo esencial: que la luz debería estar al alcance de todos, porque antes que nada es esencial para la vida de este tiempo, y que pagar impuestos también debería ser el único camino de mejorar esta misma vida y de quienes en ella andamos.
Pero, claro, venimos, ya se sabe, de un tiempo, de una cultura, de una auténtica y real excepción ibérica, en la que pagar impuestos era como una antigualla. Algo que no iba con nosotros, que solo los tontos, o los muy tontos, o los que no tenían más remedio, que eran como los tontos útiles, se veían en la obligación ineludible de pagar impuestos, pocos, pero algunos, porque la mayoría de la gente con posibles no lo hacía, o lo hacía muy poco —en eso, mira, más o menos como ahora— en tanto que a los demás casi no les sobraba de nada, menos aún para correr con cargas y tasas impositivas.
A cambio de aquel auténtico paraíso fiscal teníamos el intangible de una curiosa libertad, de una auténtica excepción ibérica en medio de una Europa que miraba claramente hacia otro lado. La libertad, eso sí, de no tener casi educación y presumir de analfabetismo en las películas de época (Los santos inocentes, Miguel Delibes), de presumir ante los ocasionales turistas que venían a vernos como bichos raros que éramos; la libertad de no tener hospitales o de tenerlos a ochenta o cien kilómetros de casa o más, de modo que nos habíamos acostumbrado también a morirnos de camino a esos mismos centros sanitarios, una manera muy nuestra de selección natural de la especie a la manera como ya sucede en el salvaje reino animal.
Y porque todo, ya se sabe, es cuestión de ir acostumbrándose, nos habíamos acostumbrado también al fino y azaroso hilo salvavidas de las igualas de los médicos, bueno del médico único, que la cosa no daba para más; médico de urgencias, de infartos, de fiebres, de partos, médico de pueblo, médico rural, un médico para todo, y gracias.
Y, todo eso, porque —dicho está— pagar impuestos no era cosa bien vista. No iba con nosotros. Reserva de Occidente nos decían que éramos, porque ya se sabe que eso de la seguridad social, de la generalización de las pensiones públicas, de cobrar un tiempo si te echan del trabajo, vino después, como vino más tarde lo de los servicios sociales, las universidades públicas, las buenas carreteras, los saneamientos, aunque también y en el mismo paquete vinieran por error las autovías sin coches, los AVE para ricos, el abandono de los viejos trenes, y todos esos excesos que ahora pagamos… eso sí, con impuestos.
Y sucede que ahora, como si el tiempo no hubiera pasado, como si ese mismo pasado se revolviese en su tumba de mocos y sabañones y amenazase con echársenos encima otra vez como una niebla difusa, nos machacan, unos y otros, una y otra vez, con la cantinela de que un mundo sin impuestos, o con pocos, o con menos impuestos, sería mucho mejor, más libre, más bucólico, más auténtico, más nuestro, más cool, más futurista, más nosotros mismos.
Porque de eso parece va la cosa en esta desenfrenada carrera de bajar-los-impuestos en el tobogán en el que andamos subidos. Como si no tuviéramos bastante con intentar entender qué tiene que ver el recibo de la luz con el desorbitado precio del gas, ahora tenemos que dedicar parte de nuestro escaso tiempo libre a reaprender lo que trabajosamente habíamos empezado y con tanto esfuerzo a olvidar. Que pagar impuestos suficientes es el único camino que nos puede hacer mejores a todos.
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