Hubo un tiempo en el que el apocalipsis de la vida como la hemos conocido estaba mayormente en el cine, acaso en algún ocasional libro de culto tipo Un mundo feliz (Aldous Huxley), 1984 (George Orwell), El país de las últimas cosas (Paul Auster), mucho antes en los escritos bíblicos, lugares todos ellos que transitábamos sabiendo y con una cierta conciencia de que aquello solo existía en la imaginación de sus escritores, de sus creadores, pero confiados y seguros de que la vida era realmente otra cosa.
A veces, ocasionalmente, viajábamos hacia aquellos mundos, hacia aquellas distopías —Blade runner; Fahrenheit 451; 2001, una odisea en el espacio…— a través de las pantallas grandes de nuestras infancias o juventudes; a veces, ocasionalmente, nos dejábamos transportar por aquellos sueños de civilizaciones rotas más allá de lo imaginable con la misma sensación que los niños transitan por los cuentos imposibles de siempre: era —eso creíamos— una manera de huir del gris presente, de exorcizar el futuro, de amaestrar ese devenir al que nos asomábamos temerosos pero aún confiados.
Era también aquel un tiempo en el que la zozobra, el miedo, la curiosidad de aquellos submundos, todo ello mezclado en la pócima mágica de la imaginación, duraba justo el tiempo que tardaban en encenderse las luces de la sala, el tiempo de cerrar las tapas del libro que teníamos entre manos, respirar hondo y mirar fijo la habitación en la que estábamos sin saberlo; del tiempo en el que se apagaban los efectos especiales al modo como se evaporan en el cielo los humos caracolados de los fuegos artificiales de cualquier celebración. Al salir a la calle, cuando la normalidad nos envolvía de nuevo, sentíamos esa profunda tranquilidad rayana en la inocencia de ver cómo la gente como nosotros, la vulgar gente como nosotros, seguía haciendo su vida de siempre como si nada de todo aquello hubiese realmente pasado, como si los peligros disruptivos de aquellos mundos soñados no fueran a ser tales.
La gente como nosotros, milagrosamente, estaba, seguía, ahí. Esperando en la cola del cine, en el Burger King de la esquina, dando cuenta de su grasienta hamburguesa regada de insanos azúcares, aguardando en la cola del bus, del metro, o, simplemente, yendo de aquí para allá y sin planes preconcebidos, que es mayormente donde casi siempre parece va la gente corriente.
Pero de un tiempo acá es como si la realidad se hubiese invertido. Como si el mundo paralelo de la vida del cine, de los libros futuristas, todo aquel universo del desastre y de los sucesivos nostradamus que nos acompañaron, hubiese ocupado el espacio de fuera, y la tranquilidad de los días y las noches iguales a sí mismas hubiera que ir a buscarla dentro, tuviera que ser negociada con nuestra propia vida y casi siempre a trompicones.
Todo —la calle, los noticieros, los políticos, los científicos, los artistas, el incesante y abusivo eco del diario y desorbitado precio de la luz que nadie entiende y que nos salpica a todas horas…— se ha llenado de desastres, de apocalipsis a la vuelta de la esquina, de anuncios de horribles distopías, de posibles grandes apagones, de enemigos terribles, de crisis cabalgando crisis. Todo está funestamente envuelto en términos como caos, desastre, sean éstos climáticos, crisis energéticas sin precedentes, desastres civilizatorios, cracks financieros de alcance impredecible, choques culturales, crisis morales, amenazas de prácticas sexuales aberrantes, que, unas veces, nos parecen lejanas, pero otras, las más, nos envuelven hasta llenarnos los ojos de arena, de impotencia, de miedo, del deseo irrefrenable de querer salir despavoridos de ese lugar y de ese tiempo.
Así, vemos cómo los líderes mundiales se pelean todo el rato entre ellos por vaticinar el peor de los escenarios posibles, por describir la peor de las pesadillas a la vuelta de la esquina, el peor de los colapsos, mientras que sus decisiones parecen más empeñadas en profundizar en la herida que en restañarla. Son como el médico aquel que solo era capaz de pronosticar la cercana muerte, convencido así de que cada día sin que su profecía se cumpliese sería un tiempo de agradecimiento eterno del paciente y de su familia.
De modo que, de algún modo y de un tiempo acá, —quizás la fecha sea el fatídico 2008— pareciera que vamos saltando de mina en mina. De socavón en socavón. A una crisis sucede otra crisis de peor pelaje. A los peores vaticinios imaginables suceden otros aún más aciagos. Hay como una competición secreta para pronosticar el mal fario en sus peores escenarios.
Una tribuna, una entre tantas de las que tanto abundan últimamente, publicada en el diario Información de Alicante el pasado viernes 2 de septiembre por Eduardo Costas, un catedrático de Genética de la UCM, pone los pelos de punta y, tras citar sesudos especialistas y estudiosos, llegaba a pronosticar el fin de la especie humana, el fin del mundo como lo hemos conocido. Si su titular —Los buenos tiempos se acabaron para los humanos— ya era para echarse a temblar, su subtítulo no dejaba escapatoria: Nos enfrentamos a un enemigo al que no podremos vencer. No era, no pretendía ser, solo una elucubración, sino que su tesis estaba salpimentada de citas de prestigiosos y doctos estudiosos, de estadísticas y números con pretensión de veracidad irrefutable. De sólido vaticinio.
Y aquí, más a ras de tierra y sin recurrir a los vendedores de desastres tipo Vox y toda su cohorte de amigos de la hecatombe, vemos que cada vez más los dos principales lideres políticos patrios están compitiendo por embadurnar de negro el invierno al que nos adentraremos dentro de poco. El de la oposición, Núñez Feijóo, ya dijo no hace mucho, relamiendo su impaciencia, que estamos en el primer piso de una “profundísima crisis”, y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, no para de repetir el mantra de lo duro, durísimo en su propia expresión, de este invierno. Uno, Feijóo, sabe que la profundidad de la propia crisis es su salvavidas para llegar a La Moncloa, mientras que el otro —Sánchez— pretende, como el médico aquel, hacer creer que si la sima de las desgracias finalmente no alcanza la profundidad preanunciada, será él y su gobierno quienes recojan la mejor cosecha en las elecciones por venir.
De modo que, ante el desolador paisaje que nos rodea, ante el caos al que nos adentramos, bueno sería que unos y otros, apologetas del desastre, volvieran en parte y de vez en cuando al lugar donde siempre estuvieron, al silencio de las salas de cine, a las páginas de los libros de culto, a los terrores de los cuentos de infancia. Bueno sería, al fin, que nos dejasen respirar el sabor de la vida cotidiana, que nos permitiesen, aunque solo fuera de vez en cuando, soñar que el futuro no tiene porqué ser necesariamente peor que el presente.
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Pepe: clarividente artículo. Nos tienen acorralados por todas partes. Lo menos que podemos hacer es ser conscientes de que nos manipulan e intentar defender pequeños territorios de libertad, cada vez más reducidos, pero innegociables. Un abrazo.
Ramón la libertad está precisamente y muy a menudo en la pelea por esos «pequeños territorios» que citas y no solo -aunque también- en las grandes proclamas que en muchas ocasiones son comida basura para la inteligencia y el buen futuro. Otro abrazo.
Pepe, me ha dicho el Soto que no vuelvas a comer hongos, que no te sientan bien y luego en las digestiones te pones como te pones.