Pablo Casado tiene un problema. Y no se llama precisamente Pedro Sánchez, que también. El principal escollo de Pablo Casado para hacerse con el control del centro derecha –con permiso de Vox– tiene nombre de mujer y se llama Isabel Díaz Ayuso. Eso lo sabe Casado y su gente, como lo saben Ayuso y su gente. Esta es una de las grandes batallas políticas que están sobre el tablero nacional. El gran combate que ya no admite más sordina, del que todos hablan en privado sin atreverse a publicitarlo abiertamente en la cartelería.
Con Ayuso está sucediendo milimétricamente lo que ya ocurriera con Cayetana Álvarez de Toledo. Ambas fueron aupadas a la primera línea de la batalla política por un Pablo Casado recién elegido presidente del PP y que por entonces se sabía fuerte y seguro. Una, a la portavocía del grupo en el Congreso, que no es mal sitio; la otra, a la presidencia de Madrid, que tampoco es mala atalaya, aunque la maldición bíblica nos dice que casi siempre ha sido este lugar desde el que ejercer tormento para quien ha mandado en Génova.
Y sucede que ambas se han revelado contra el maestro y mentor con un lenguaje y unas formas que han acabado por ridiculizar y empequeñecer a quien las nombró. Tal y como sucediera con Cayetana Álvarez de Toledo está sucediendo ahora con Isabel Díaz Ayuso. Pero entre ambas historias de rebelión en la granja hay una sutil diferencia. Toledo nunca tuvo realmente poder, ni un gran predicamento y aceptación entre las bases del partido, justo las dos cosas que Ayuso exhibe sin parar y sin recato.
Y eso –aceptación y poder– son palabras mayores en una organización política. ¿Cómo luchar contra los gritos de ¡¡presidenta!! ¡¡presidenta!! que Ayuso cosecha allá por dónde va y no solo en Madrid? ¿Cómo enfrentarse a esa ola populista sin ser tragados por ella? En eso están en Génova 13. Pero lo que fue fácil con Álvarez de Toledo –descabalgarla de todo poder y regalarle un tiempo para que escribiera un libro– no lo está siendo con una Ayuso que está rodeada de una corte indisimulada que quiere más y más. Que quiere cobrarse la pieza mayor, que quiere todo el poder para ella y para los suyos.
Pablo Casado se sube al ring del Congreso y hace como que empieza a soltar mandobles a izquierda y, a veces también, a la extrema derecha. Hace como que golpea al presidente Pedro Sánchez (¿Qué coño tiene que pasar para que el presidente asuma alguna responsabilidad?, fue su penúltimo exabrupto), pero sus mensajes se diluyen y el personaje que intenta construir –jefe de la oposición, alternativa de gobierno– se va empequeñeciendo y hundiendo a cada nuevo golpe y entre un griterío ensordecedor. Casado es, cada vez más, un púgil sonado que va dando mandobles al aire y que no encuentra el pulso adecuado ni el hilo que desoville la madeja de su propio personaje.
Encontrar ese hilo, conectar con el personaje que uno lleva dentro, explotar todo su potencial, no debe ser tarea fácil, pero parece condición necesaria para poder tener éxito. Felipe González era gracioso y, sobre todo, un fino estilista, pero lo era antes y después de gobernar; Rajoy siempre se mostraba distante, ocurrente, impávido, y eso también le fue suficiente para llegar a lo más alto; a José María Aznar le bastó con ser hiriente y mostrar una extraña y apabullante seguridad en sí mismo.
¿Y Sánchez? Sánchez no es nada de todo aquello, pero tiene su estilo. Es el piloto de avión capaz de conducir bajo las peores tormentas. Cuando todos piensan que el desastre es inminente, que la nave se va a venir abajo, él, a contracorriente de propios y extraños, ordena siempre poner rumbo fijo y seguir como si no pasara nada. Y así, hasta ahora. Pero, ¿y Pablo Casado? ¿Quién es Pablo Casado? Ese es el gran problema, el gran dilema, que nadie a día de hoy sabe quién es Pablo Casado. Que además de enfrentarse a ese otro problema sin resolver, la gran piedra en el camino con nombre de mujer, Isabel Díaz Ayuso, tiene otro gran escollo aún mayor que la presidenta de Madrid y del se habla menos. Y ese escollo se llama Pablo Casado.
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