¿Se imaginan una Nochebuena sin discurso del rey? ¿Imposible? Quizás la normalidad, la nueva normalidad, podría empezar por romper con una tradición que a cada año que pasa huele más a rancio. A naftalina. A un tiempo pasado. No por lo que se dice, que puede que también, sino por el cuándo se dice y el envoltorio que rodea a todo lo que allí se expresa.
Si atendemos a unas pinceladas de historia, los discursos del rey Felipe VI son costumbre heredada de su padre, el emérito, el rey que no lo es pero que pareciera que por esa extraña teoría de las sombras alargadas, sigue condicionándolo todo. Juan Carlos I a su vez copió tal menester de los discursos que el dictador Francisco Franco pronunciara en la Nochevieja de 1937, en plena guerra civil para arengar a las tropas golpistas, y ya, más tarde y de forma ininterrumpida, desde 1946 hasta 1974, eso sí cambiando la fecha Nochevieja por la Nochebuena por aquello de los nuevos tiempos. Pero tampoco fue el dictador el hacedor del molde que ha llegado hasta nosotros, sino que él lo habría copiado a su vez del rey Jorge V de Reino Unido, que los inaugurase a instancias de la BBC allá por 1934 y, en su caso, dirigido a un Imperio en la antesala de su desmembración.
Eran aquellos, no es difícil de imaginar, tiempos en que los grandes medios de comunicación de masas empezaban su reinado y las monarquías de origen centenario y herederas de las grandes monarquías absolutistas, languidecían en media Europa. Y, en este punto de la historia, es fácil de entender que éstas buscaran fórmulas que acortasen la distancia con los ciudadanos y, de paso, les alargaran a ellas su existencia.
Llegados aquí, a veces pareciera que hay tradiciones que forman parte de nuestra cotidianeidad. Que siempre estuvieron ahí y que, por alguna extraña razón, simplemente no somos capaces de imaginarnos sin ellas. De tomar las distancias que nos permitan ver si es momento de cambiarlas, de transformarlas o de hacerlas incluso desaparecer si el papel para el que nacieron ha dejado de funcionar y de tener sentido.
Por eso, quizás sería llegada la hora de pensar que lo anómalo de estos discursos no son solo el contenido, ese que tan enconadas reacciones provoca y siempre visado por el gobierno de turno (ya saben, el rey reina pero no gobierna), y que lo más anómalo es apenas cuestionado. Quizás por miedo, porque no nos hemos querido dar cuenta de que posiblemente están fuera de tiempo, de foco, y quizás también porque la comunicación funciona hoy de forma muy diferente a como lo hacía apenas quince años atrás. Y de ahí que despojarlas de todos esos abalorios –el nacimiento del fondo, el árbol de navidad, el hacerlos en Nochebuena…– podría ser la más urgente necesidad, el primer paso hacia una cierta modernidad.
El discurso de este año ha estado –lo hemos visto, lo hemos leído– antecedido por unos interminables entremeses y unos postres casi bizantinos, con discusiones sempiternas sobre si debía matar al padre –eso se dijo, matar al padre–, sobre cómo hacerlo, y si debería referirse (o no) a las amenazas wasaperas y epistolares de una pandilla de golfos conmilitones sacados de la noche de los horrores de la historia. Hiciera lo que hiciera el rey, matara al padre o no, se “mensajeara” con los militares retirados, todos los caminos parecían conducir al mismo lugar, quizás porque como dijera McLuhan aquí también “el medio es el mensaje”.
Escribía recientemente el economista Juan Torres López en su blog personal juantorreslopez.com un lúcido y al tiempo desesperanzador artículo titulado “Izquierdas conservadoras también en Andalucía”. Su provocadora tesis es que las izquierdas –casi todas y en casi todos lugares– ya ni son progresistas ni son revolucionarias, porque mayormente sus programas quedan reducidos a una serie de proclamas sin incidencia real sobre la vida de la gente. Y, añadía Torres, la única revolución real es la que han llevado a cabo y están cabalgando desde la crisis de los sesenta-setenta los conservadores y el gran capital, revolución auspiciada en sus orígenes por personajes del pelaje de “Pinochet, Thatcher, Reagan y Papa Juan Pablo II”. Ellos, y solo ellos y sus cachorros (a saber, Trump, Aguirre, Johnson, Ayuso, Orbán…) serían los auténticos protagonistas de los nuevos tiempos, de la “revolución conservadora” (así la llaman, revolución conservadora), la que está cambiando –y para mal– la vida de la gente en todo el mundo en este periodo que algunos llaman tiempos de postmodernidad.
Por eso seguir analizando (y denigrando) el discurso del rey con las viejas ideas de la izquierda podría servir, sí, para provocar adhesiones entre los ya convencidos, espolear a los adeptos entre las tropas aguerridas de los fieles, puede que sirva también para llenar centenares de páginas de periódicos y horas de magazines televisivos en tiempos de sequía informativa fuera de la pandemia, pero también para que al final todo ello solo conduzca a una cierta melancolía.
Porque lo de ahora, esta manera de decir sin decir, este repetitivo decorado que engloba a unos (los católicos), pero deja fuera a otros tantos (casi el 40% de los españoles se declaran no católicos según el CIS, y de los que dicen serlo dos terceras partes reconocen que no ejercen su creencia), el hacerlo en una fecha que confunde y que nada o poco tiene que ver con los valores de ciudadanía y de Estado aconfesional que emanan de la Constitución, es solo el discurso de parte.
Por eso, algún tipo de iniciativa política que persiguiese actualizarlo para que el discurso del rey –o del presidente futuro de una supuesta República– no suene a déjà vu, a una monótona repetición de generalidades, sería saludable. Pero seguramente no sucederá. La tramontana derecha de esta tierra lo entendería como una provocación y la izquierda anda, en palabras de Juan Torres, demasiado entretenida en sus pequeñas batallas, en sus cuitas de familia, esas que tan poco sirven para construir atractivas y nuevas realidades y mejorar la vida de la gente. Con el actual rey y el actual discurso, con toda su antigualla y sus abalorios, su Nochebuena, su nacimiento y árbol de Navidad, ya les va bien. Para qué cambiar. Al fin y al cabo es la mejor excusa para recrearse en el republicanismo de salón al que tan dados son algunos de ellos.
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