Si nos ponemos a seguir los acontecimientos navideños en la lectura de los Evangelios y en las cartas que dedicaron los primeros y destacados santos que habían estado con Jesús, observaremos, dejándonos llevar por su forma de expresar sus sentimientos, la fuerza y la atracción que esas impresiones sintieron y sacudieron sus conciencias. A veces, puedes detenerte ante frases verdaderamente rotundas, como la forma impulsiva de clamar y luego trasladarnos a los lectores de todos los tiempos ya para siempre, que es lo que ocurre en la carta de san Pablo (el grito nítido y sobrecogedor que dicen algunos) escrita a los filipenses (Flp. 4,4) que dice –más bien exclama-: “Estad alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”.En medio de las dificultades que pasaban los que seguían a san Pablo, y como si fuera una contradicción, aparece la llamada a estar alegres, que se continúa mezclando con sinsabor y felicidad: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (…), así continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Flp. 3, 8.12). Pocas frases describen mejor el evento cristiano que ese deseo de alcanzar a Aquel por quien has sido alcanzado tú mismo. Imaginemos a María, sentada en el portal de Belén o al pie de la cruz, que desde el principio de saber lo que iba a sucederle, proclamó su alma un Magníficat que retumbó en su interior toda su vida y donde también había proclamado que la llamarían nada menos que “bienaventurada” en todas las generaciones, desde que también “se alegró su espíritu su espíritu en Dios su salvador por haber mirado la humildad de su esclava”. Ahora la recordamos los que también somos sus hijos mientras nos recreamos en estos días navideños contemplando el belén donde están (o van acercándose a la cueva) los reyes y sabios de este mundo, los pobres que cuidan de las ovejas, los otros animales que trabajan y dan sus frutos al servicio de todos y de todas.
“Estad alegres” es lo que repite, con otras palabras, pero con sencilla y reconocible música, el villancico que tocan los que están adorando (suplicando) al Niño para que este mundo acabe de una vez con las guerras entre pueblos, o que se apiaden los que se odian y saben que se necesitan. Me dirás que todos los años pasa igual, que ponemos ilusión y compramos regalos a los que no tienen ni una cosa ni las otras, porque siguen existiendo pobres y desesperados de la vida (del trabajo, de la posesión de algo, de la cultura que nunca alcanzan, del destino que jamás viene a salvarlos de su poquedad y de su simpleza), convertidos en esclavitudes que les llevan lejos de casa para recoger migajas de algo que los esclaviza más y los ensucia y los doblega a rebajar su mirada porque no pueden mantener la altivez de los que saben explotarlos y seguir aprovechándose de su inutilidad y de sus vicios adquiridos.
El Nuevo Testamento es una norma grande que no deberíamos descuidar tanto como lo hacemos. El contenido de sus hermosas páginas desprende también el suave olor de la alegría. No hay ahí espacios que lleven la firma de una desesperación sin respuesta, aunque las situaciones narradas sean complicadas de entender, de digerir, de explicar, pues estas cosas también quedan supeditadas al ánimo humano que siempre tiende a escaparse de todo lo que resulta ser doloroso, peligroso o incluso dudoso, de no fiarse mucho. Pero las historias que aquí se cuentan contienen una alegría constante, porque son radicalmente animadas y festivas. Ocurre, no obstante, que tenemos una idea desfigurada de nuestra fe en la que aparece un Dios demasiado arisco o sencillamente abstracto que no tiene nada que ver con el barro de este mundo que nos ensucia los pies.
En algún sitio hemos leído una verdad de este tipo de personas que no terminan de entender qué es la religión o qué es eso de ser piadoso. Y es que, para algunos despistados, que son muy listos, Cristo sólo es digno Salvador para dignas señoras de más de setenta años. El Misterio de la Navidad nos recuerda que Dios, habiéndose hecho carne de la carne de María, de alguna manera se ha unido a cada ser humano. Y habiendo amado con corazón de hombre, conoce y está unido y apasionado por cada rincón de la vida de toda persona. Ese es el camino que lleva a la alegría profunda e inacabable de la auténtica fe cristiana. El encuentro que cantó María en el Magníficat y el que recordaba Pablo a sus discípulos.
El cristiano es alguien que se sabe afectuosamente mirado por Dios en su existencia. En la primera Navidad por allí cerca de donde estaban María y José, apareció un ángel que mirando a los pastores y al resto de personas les dijo: “No temáis. Vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: Hoy os ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”. Es la madre de aquel niño la que nos dice que es su espíritu el que se alegra. Por eso huele a flores aquel ambiente, pues su alegría se convierte en fragancia que lo invade todo y a todos por dentro y por fuera. Muchas veces hay por ahí una idea desfigurada de nuestra fe que nos presenta a un Dios demasiado abstracto que poco o nada tiene que ver con el barro de este mundo que nos cubre los pies. En cambio, quien lo encuentra pide repetidamente que estemos alegres.
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