Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que uno tenía la sensación de que en este país ser periodista inspiraba un cierto respeto. Una cierta consideración y aprecio social. Eso era fácil verlo en los ojos de la gente. Tengo serias dudas de que algo de eso suceda hoy en día. Al menos de una forma amplia y más o menos generalizada. Decir que uno es, que eres, periodista, es posible que inspire justo lo contrario. Que pronto aparezca una cierta desconfianza, una sonrisa socarrona, una mueca de compasión en el mejor de los casos. Aquella relación cabía dentro de palabras como complicidad o confianza, a la de ahora no tengo claro el adjetivo que mejor la describe. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La situación es tan desoladora que las pocas veces que se convocan actos de protesta de los profesionales, algunos de los principales afectados, muchas de las recientes víctimas, ni siquiera aparecen. Eso sucedió precisamente el viernes último en Alicante en una de las concentraciones convocadas a lo largo y ancho de la Comunidad Valenciana para denunciar la “extinción del periodismo”. Al menos el periodismo como lo hemos conocido en los últimos 30-40 años.
En el extenso texto del comunicado que la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante leyó el viernes en la referida concentración que tuvo lugar en la Plaza de la Montañeta para denunciar la “extinción de la profesión”, se hacía un símil que para algunos puede parecer exagerado, pero que, mirado de cerca, seguramente no lo sea tanto: en la crisis de 2008 la Comunidad Valenciana perdió el brazo de su poder financiero y ahora estamos asistiendo a la pérdida de su poder periodístico.
La caída de Bancaja y de Caja del Mediterráneo, en gran medida por la pésima gestión de sus responsables, supuso un antes y un después para esos intangibles que tan poco se ven en el día a día, pero que tanto pesan en los momentos de crisis cuando se tienen que tomar las grandes decisiones estratégicas: capacidad de maniobra derivada de una cierta soberanía financiera. Y ahora, justo ahora, y de manera mimética, estaríamos asistiendo a la caída, lenta pero imparable, de ese otro intangible que podríamos llamar poder-periodístico-valenciano.
Puede, dirán algunos, que no sea para tanto. Ya se sabe lo dado que somos los periodistas a engrosar el titular para llamar la atención, pero el tiempo y los hechos que van acaeciendo dan, y mucho, que pensar. Detrás de esa afirmación –el desmantelamiento del poder periodístico valenciano– hay sin duda un lamento muy tardío, porque ahora, en el mejor de los casos, solo parece quedar espacio para lamerse las heridas, pero al tiempo emergen algunos datos incontestables. Como lo son el hecho de que en pocos días y aprovechando el manto de silencio de la pandemia se han ido acumulado cierres y despidos, ERE mediante. Tres en menos de un mes, uno en Valencia (Levante) y dos de ellos con clara afección en Alicante.
La delegación de El Mundo en Alicante acaba de bajar de forma definitiva su persiana tras décadas de buen trabajo, y otro ERE en el diario Información, del grupo Prensa Ibérica, ha mandado a la calle a una veintena de periodistas de una tacada. Son, ya digo, dos buques insignia que hoy están varados en la arena –caso de El Mundo–, o que, en el otro, si aún sigue a flote lo hace con sus cuadernas al aire, porque sus tripulantes son muchos menos y, porque, además, esperan turno como habitantes de un extraño corredor de la muerte, como bien reconocía uno de ellos tras haberse librado de esta guillotina y no sabiendo aún si su turno será en la siguiente. Y así, se quiera más o se quiera menos, no hay manera de hacer periodismo.
Y bien es cierto que antes de este tsunami hubo otros en Alicante. Hace años cerró la delegación de El País, cerró el diario La Verdad, cerraron Las Provincias, cerró… Mirando con un gran angular, la FAPE (Federación de Asociaciones de la Prensa de España) viene haciendo desde hace tiempo una radiografía anual de la profesión, y a cada nueva edición casi supera en tragedia y malas noticias a la anterior. La última se resume en este titular: “El paro entre los periodistas aumenta un 23% en 2020”.
Algunos incautos periodistas, incluidos excompañeros del que esto suscribe, apuntaban estos días en sus redes sociales a los ciudadanos como culpables de la situación. A esos ciudadanos que –dicen– no hace tanto colaboraban con el mantenimiento de la profesión yendo al quiosco y pagando un euro y que hoy prefieren gastarse ese euro en un café o en una cerveza. Seguramente, es una manera de verlo, pero seguramente es solo una parte menor de la realidad.
Otra manera sería mirar hacia dentro. Y buscar algunas de las razones de lo sucedido en las complicidades con el poder –antes y ahora–, pensar que lo que ocurría fuera –despidos, regulaciones…– no iba contigo, porque tú estabas (¿sigues ahí?) cerca del poder. No darte cuenta de que al periodista, como al maestro, al médico, al juez, al cura…, se le exige un extra de compromiso, de coherencia. Son intangibles, pero son esos intangibles que van sumando, haciendo que la gente pague por lo que merece la pena pagar. Quizás, solo quizás y en esta línea, la respuesta podríamos hallarla en la respuesta a la almodovariana pregunta de “¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto?”. Es una pregunta incómoda, lo sé. Lo sabemos. Porque nos dice que no solo somos víctimas, que lo somos, pero también nos interroga más allá, porque sin duda también hemos sido coprotagonistas principales de este descenso a los infiernos
Está claro que el cierre de medios, el despido de periodistas, la desaparición de cabeceras que aseguraban la biodiversidad ideológica y la competencia es, para muchos, aunque lo disimulen bien, una buena noticia, a pesar de que a veces este disimulo vaya regado de subvenciones públicas y publicidad institucional que lleva en su interior un cheque envenenado y solapadas amenazas implícitas. Son esas gentes, políticos, empresarios, asesores, etc., que han descubierto que ya no necesitan la mediación del periodista, que ellos solos se bastan. Que entre sus tuits, sus gabinetes de prensa, sus pomposas áreas de comunicación corporativa, y el ciudadano, es mejor que no haya nada ni nadie.
No saben –o si lo saben, hacen como los periodistas hacíamos hace años, pensar que no iba con nosotros, mirar para otro lado– que la credibilidad, el aprecio, el euro del quiosco, el voto en las urnas, la fiabilidad del producto, se gana en buena lid si hay contrapoderes. Si hay contrapesos. Competencia al fin. Lo explicó Montesquieu hace ya algún tiempo, pero algunos siguen sin enterarse. Sin esos contrapoderes el poder ejecutivo acabará siempre siendo puro autoritarismo. Es su tendencia natural. Sin contrapesos, el poder político y económico seguirá cayendo –si no ha caído ya bastante– en un precipicio sin retorno. El problema está, estará, en la credibilidad. Si no hay contraste, si el mensaje es unidireccional, estaremos ante el principio del fin. No solo en el periodismo. También en la política y en la mejora de la vida de la gente.
Hace unos días, a raíz del muy reciente fallecimiento de John le Carré, pensé que era el momento de volver a ver El espía que surgió del frío (Reino Unido, 1965, Richard Burton…), una obra como saben basada en la homónima y legendaria novela del autor inglés. Seguramente hay en ella, como en toda su obra, muchas capas, muchas aristas, pero sin saber muy bien porqué en esta ocasión me quedé con un mensaje: en el mundo de los espías y de la Guerra Fría cabía (seguramente sigue siendo igual) casi todo. Cabía el asesinato a sangre fría sin aparente razón, la traición, los métodos fuera de la ley a uno y otro lado del Telón de Acero, las medias verdades a todas horas, pero para lo único que no había sitio ni resquicio en el que cobijarse era para el amor. Traspasar esa línea era arriesgarse a perderlo todo.
Y no sé muy bien porqué –o quizás si lo sé– en seguida relacioné aquella realidad con la crisis del periodismo actual. En el mundo del periodismo vemos hoy que, de alguna manera, se da todo eso. Hay asesinatos injustificados, traiciones incomprensibles, medias verdades por doquier, investigaciones y pistas que no llevan a ningún lado y que solo intentan confundir, pero quizás falte un aditamento que le haga ser lo que pudo ser en un tiempo. Quizás sea eso. Que falte sitio y espacio para la pasión. El compromiso con la verdad y con el lector que tanto oxigena las relaciones humanas.
Si no han visto la película, véanla si pueden, y entenderán porqué digo todo esto. Si ya la han visto, entonces seguramente no hacen falta más explicaciones. Los periodistas, mientras tanto, seguiremos con nuestro entierro.
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