Fumar cigarrillos era, eso decían, las puertas que te abrían el paraíso de la libertad de par en par. Nos cansamos de verlo, a ellos y a ellas, en las grandes pantallas del cinemascope de barrio, en las primeras televisiones de pantalla ovalada robadas a los ahorros imposibles de nuestros padres en el postrero franquismo. Fumar eran esos primeros planos cinematográficos humeantes que nos transportaban hacia las zonas que teníamos prohibidas. Las mejores aventuras, los mejores finales, siempre estaban envueltos en ese humo purificador que hoy –eso también lo sabemos– es puro veneno. Y más en tiempo de pandemia. O eso parece.
Quién nos iba a decir a nosotros que el hecho cierto de que un gobierno democrático osara prohibir fumar cigarrillos en-la-calle ya no nos sonaría a distopía. Colateral si se quiere, pero a pequeña distopía, ese mundo futurible y oscuro del que se tiene la convicción de que nunca sucederá. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Sin embargo fumar en la calle va camino de ser ya un lujo al alcance de unos pocos. En eso también parece que hay clases.
No es difícil imaginarse el debate de estos días en muchas tertulias familiares y de amigos de este país. ¿Puede un estado –o una comunidad, o un ayuntamiento, o un juez, que ahí podría acabar la cosa– prohibir que la gente, que los ciudadanos, fumen en plena calle? ¿Por ejemplo, hacerlo en Las Ramblas de Barcelona, en la Calle Preciados de Madrid, o en la Explanada de Alicante, por citar solo tres conocidos lugares, es una opción segura a una sanción administrativa si no se garantiza la distancia de seguridad de los famosos dos metros? ¿Cómo se mide eso, lo de los dos metros? ¿No estaremos exagerando y dando palos de ciego con todo esto del covid-19? ¿Será en realidad que todo forma parte de un experimento social aprovechando como excusa el miedo de la gente por lo de la pandemia?
Y una más, y no menor: ¿Qué haremos con esos miles de habitáculos mostrencos, horribles, verdaderos monumentos urbanos a la fealdad, que han acabado creciendo como setas a las afueras de los bares, en las plazas, en las aceras y ocupando parte de la calzada de nuestros pueblos y ciudades como refugios para fumadores empedernidos, si ahí y en buena ley casi tampoco se podrá echar un pitillo ocasional a partir de ahora? ¿Seguirán en pie o se ordenara su derribo? Estas y parecidas preguntas revoletearán como moscas en esas tertulias y acabarán encendiendo discusiones eternas sobre las que no hay –es difícil que pueda haberlas– verdades ni mentiras universales en un mundo tan vaporoso como este.
No soy imparcial, ni distante, ni objetivo –empecé a coquetear con el tabaco muy pronto, casi un niño, y dejé de fumar cigarrillos también muy pronto, a los veintitantos– y aunque nunca he militado en ninguna liga antitabaco, el paso dado ahora por el Ministerio de Sanidad tras el quite taurino que le ofreció la Xunta de Galicia de Feijóo, me ha hecho pararme en seco. Rebobinar y tratar de pensar un poco cómo llegamos hasta aquí. Cómo hemos quemado tantos planos en tan corto espacio de tiempo.
La primera vez que tuve la sensación de que el tabaco era algo más que un vicio menor y un problema de salud pública, más o menos grave y más o menos reconocido en según qué países, y que en realidad era una potencial fuente de conflicto social, fue unos pocos años antes de la aprobación por el gobierno Zapatero de la Ley Antitabaco de 2006, la primera regulación legal claramente restrictiva sobre la materia en este país.
Una recogida de firmas de compañeros y compañeras en el periódico donde trabajaba por entonces obligó al comité de empresa a solicitar a la dirección que se prohibiese fumar en el interior de la redacción. La medida, para la que existían dudas legales sobre su posible aplicación, se promulgó en el tablón de anuncios del diario, pero su aplicación fue lenta, dolorosa, y contó con la vehemente y activa oposición de algunos miembros del club de los más fumadores (otros lo agradecieron, eso decían ellos) y de varios periodistas que se negaron a cumplirla y hacían exhibición pública de su negativa.
Se consiguió llevarla adelante, sí, pero no sin que antes mediasen discusiones eternas, peleas dialécticas subidas de tono, intentos de rebelión, amenazas veladas. Fue una curiosa disputa en un cuadrilátero entre los que iban por delante de la historia y los que se negaban a renunciar a sus privilegios, que ellos, claro, no entendían como tales.
Fumar –lo sabemos claramente ahora– mata. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) es la responsable directa de la muerte de siete millones de vidas humanas al año, y de ellas 900.000 de no fumadores. Fumar, además, ensucia y contamina nuestro medio ambiente, nuestras calles, nuestras playas. Solo hace falta mirar al suelo de nuestras ciudades para darse cuenta de que el espacio público sigue siendo para muchos fumadores –no todos, en eso también hay clases– el gran cenicero de su incivismo. Eso también lo hemos aprendido.
Pero la cuestión ahora no es esa, al menos no solo. Porque fumar, como tantas actividades humanas, era, es, y seguramente debe seguir siendo, un derecho. Como lo es beber alcohol, conducir un vehículo a motor, etc., que también tienen el potencial de matar. Así que me temo que la pelea, si la medida se quiere efectiva, está servida y la disputa entre defensores y detractores va a ser tan o más complicada y vehemente que aquella vieja de mi viejo periódico. Y no tengo claro si el final será el mismo.
Y una cuestión más. ¿Lo de prohibir fumar en la calle ha venido para quedarse y cuando la pandemia pase volverán las viejas normas o, por contrario, quedará en el imaginario de la gente que los fumadores son una variante más de los nuevos apestados del siglo XXI? Porque podría suceder que estemos en la antesala de la creación de los fumaderos de cigarrillos al modo como existen los fumaderos de opio en algunas sociedades orientales o los clubs de fumadores de marihuana más nuestros.
Y eso, sinceramente, no sé si sería en nuestra civilización la confirmación de que la distopía de ayer habría venido para quedarse. Otro muro que cae hacia un precipicio del que intuimos el principio pero del que nos queda muy velado el final. Y eso, también da que pensar. Por aquello de las correcciones y de lo político. Unas escenas vertiginosas que nos interrogan por los límites de la libertad y que nos desmontan el mito de los fumaderos de sueños de ayer en blanco y negro que resultaron no ser tales. Es lo que tiene el tiempo. Que todo lo cambia. Lo matiza. Lo confunde.
Visitor Rating: 5 Stars