El otro día charlaba con un amigo y en un punto de la conversación le dije: “Dame una casa vieja y muchas cajas, esa es mi receta de felicidad”. Me gusta tener algo que investigar y cualquier objeto por inútil que sea considero que tiene una historia que contar. Por la situación actual del covid-19 no puedo salir de casa pero tenemos muchas cajas en casa con fotografías que no pudieron ponerse en álbumes y otros objetos que yo decidí meter en cajas porque quería guardar mi infancia. Empecé a revolver todo como si volviese a tener ocho años y fuera un 25 de diciembre.
En una de las cajas me encuentro un trozo de foto en el que aparece un muñeco de la conocida industria de comida rápida de hamburguesas, es Zazú el obediente y servicial mayordomo de Mufasa y después de Simba en la película del Rey León. El muñeco se encuentra en el baño de mi antigua casa en Suiza, seguro que se recortó para ajustar la imagen en uno de los muchos álbumes que tienen mis padres y la fotografía sería de la hora del “bañito” como mi madre siempre llamó con ternura a ese momento del día. Cuando nos mudamos a España ese muñeco y otras cosas se tuvieron que vender, pero siempre guardé ese trozo de foto. Pienso que mantengo ese trozo de papel a modo de morriña por ese tiempo en el país helvético. Sigo visualizando la imagen y me gustaría saber porqué ese recorte y no otro, será el Zazú, serán las baldosas de tono verdoso del baño. Seguiré manteniendo ese recorte de fotografía.
Tomo un descanso. Me siento en el suelo con las cajas al lado. Medito sobre el confinamiento, los días encerrada y todos los cursos que tengo a medio hacer. Echo un vistazo a Instagram, las personas están quedando y dando vueltas de aquí para allá. No corro la misma “suerte”, una afección en mis pulmones me impide salir, por precaución; asimismo, mi padre es población de riesgo por su avanzada edad. Lo sensato es quedarme en casa, tengo mis cajas y mis recuerdos.
Echo mis hombros hacia atrás como si quisiera escuchar una especie de clac en mis omóplatos, lo cual nunca consigo, y sigo investigando entre tanta fotografía. Me sorprende no encontrarme con ninguna instantánea de mis aparatos ortopédicos. Juro haber llorado cada día, inventarme enfermedades para no ir a clase, pero no tengo ninguna prueba visual de que los llevé. Tengo documentos y mi historial médico pero ninguna fotografía. Le consulto a mi madre y me dice que seguramente las rompí. No era la primera vez que me zambullía en esas cajas, adoraba ver fotos aunque no conociese a las personas y preguntar por sus historias. Me invade la rabia por romper esas imágenes en el pasado siendo una niña, ¿por qué hacía estas cosas? Ahora guardo casi todas las instantáneas incluso alguna que otra borrosa, con personas con las que perdí el contacto, porque todo ello forma parte de mi historia.
Sigo buscando, me encuentro con un montón de negativos. Me voy cerca de la ventana y empiezo a visionarlos, siempre me ha parecido fascinante. Empiezo a añorar las cámaras de usar y tirar que me compraba mi madre en mis excursiones del “cole”, ahora tenía entre mis manos esos momentos. Miro la caja, ahí están las fotografías de esos negativos. Visionando las imágenes me las encuentro borrosas, mal encuadradas, negras… Creo que solo se salvan 6 de 20, pero yo siempre le pedía a mi madre esa cámara. En las imágenes se observan a mis compañeros y compañeras, paisajes, comidas… Eso sí, jamás dejaba mi cámara a nadie, era una especie de reportera pero sin publicar mis trabajos.
Mi condición periodística hace que nunca me dé por vencida y como reza la frase: “Quién busca, encuentra”. La tenía entre mis manos. Las lágrimas inundan mis ojos. Me tiemblan las manos. En la fotografía se observa a una Alba de unos siete años sujetando a su perrita, Chispa. Si bajas la mirada se ven unos zapatones negros, recuerdo que para mí eran como dos pesas. El aparato ortopédico se llamaba Twister, como el juego, pero no era divertido. Consistía en un cinturón que conectaba mediante dos tubos a las botas para enderezar el pie al pisar, mi madre me lo colocaba en la cintura y daba unas pocas vueltas a los zapatos antes de ponérmelo. El aparato, más o menos, era disimulado pues lo podía tapar con pantalones largos, el problema llegaba con la primavera y el verano. Mi madre intentaba que me pusiera pantalón corto pero no soportaba las miradas de la gente. Me sentía una especie de Frankenstein. Ahora mismo, sujeto esa fotografía añorando esa época y decido colgarla en el centro de mi corcho. Todas las mañanas cuando me despierto le pego un vistazo y observo una niña con sus zapatones enormes, alta y muy delgada que sujeta a su perrita, la cual jamás la vio diferente. Cada mañana entiendo que no existen cajas vacías.
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