De cómo un abanico, objeto de pago por favores reales, acaba en Alicante…Infidelidades, conspiraciones y asesinatos, un folletín de la España de principios del siglo XIX, una historia silenciada que Benjamín Llorens recupera en «Contrastes».
Este es el relato de un misterioso suceso acaecido en los años 20 del siglo XIX y que involucra a Alicante, su Fábrica de Tabacos, el rey Fernando VII y un abanico…un preciado abanico.
La historia se contaba en el Alicante de los últimos años 20 y primeros 30 de la centuria decimonónica y ocurrió -presumiblemente- entre los años de 1824 y 1828. Un siglo más tarde fue recogida sucintamente por el periodista Francisco Montero Pérez en las páginas del diario alicantino El Luchador. No sabemos con certeza si era una leyenda urbana de la época oun suceso real adornado por la gente a través de la transmisión oral, pues hay escasa documentación al respecto, aunque nos inclinamos por lo segundo. Para la elaboración de este trabajo hemos buceado en muy diversas fuentes, en torno a la figura de Fernando VII y los lugares donde sucedieron los hechos que no fueron otros que la villa y corte de Madrid y la ciudad de Alicante, nuestra terreta.
Hace muchos, muchos años, en la capital de las Españas, a poco más de una legua del palacio real, fuera de la ciudad, existia una arboleda atravesada por un arroyo, el del Abroñígal. Contaba con una fuente en la que cada mañana se posaba una hermosa paloma blanca, que no era otra que el espíritu santo. Con tan milagroso motivo se construyó allí una ermita que naturalmente se llamó del Espíritu Santo. El paraje, a las afueras de la ciudad pero a corta distancia de ésta, era un buen lugar para el esparcimiento y allí se instaló una venta que tomó el nombre ¡cómo no! de Venta del Espíritu Santo. Corría el año de 1630, dos siglos antes de nuestra historia. Con el tiempo el lugar se fue poblando de ventas, merenderos y tabernas y se conoció con el nombre genérico de «ventas del espíritu santo».
Las ventas del espíritu santo (1900)
Actualmente esta zona es la comprendida entre la plaza de Manuel Becerra y la plaza de toros de Las Ventas del Espíritu Santo (su nombre original, abreviado por el uso). El cauce del arroyo Abroñigal lo ocupa la M-30.
Pues bien, en este lugar comienza nuestra historia. El rey Fernando VII lo eligió como escenario de muchas de sus correrías nocturnas.
El monarca casó cuatro veces y fue durante su tercer matrimonio cuando ocurrió el misterioso suceso del abanico. Por aquellos días, Fernando de Borbón era un hombre de estatura mediana, tirando a gordo, más bien feo y de frágil salud. Fumador empedernido, apestaba a tabaco. Estaba peleado con el pescado y los vegetales,pero comía mucha carne. Naturalmente padecía de gota.
Fernando VII por Vicente López Portaña.
Había casado el rey con su sobrina Amalia de Sajonia, una tierna mocita de 15 años en el momento de su real matrimonio, que fue criada en un convento pues su madre falleció cuando era un bebé y su padre encargó a las monjas la educación de Amalia. Cuando la joven y puritana princesa (que aún debía creer en las cigüeñas) llegó a la noche de bodas nadie, pero nadie, le había hablado del sexo ni de sus deberes conyugales. Y mucho menos de la anomalía genital de Fernando VII, rey de las Españas.
El monarca padecía macrosomía genital, su miembro viril tenía unas dimensiones muy superiores a la media. Prospero Mérimée, autor de la ópera Carmen junto a Bizet, en una carta dirigida a su amigo el también escritor Stendhal, describía así el miembro del rey español: «es fino como una barra de lacre en la base, tan gordo como el puño en su extremidad y, además, tan largo como un taco de billar»… un prodigio de la naturaleza. El caso es que esta «maldición del pene grande» le granjeó numerosos problemas con sus sucesivas esposas para la real procreación.
Y en esas estábamos, con la adolescente reina Amalia, tercera esposa de Fernando, esperando en el tálamo nupcial a su marido pero sin tener ni idea de lo que había que hacer, incluso de si había algo que hacer. De tal manera que cuando el rey exhibió su «taco de billar» Amalia puso pies en polvorosa y se pasó la noche corriendo despavorida, huyendo de aquel horror. Tanto le espantó que se negó a mantener relaciones con el rey, lo que hizo necesaria una carta del propio papa Pio VII explicando a la joven reina que la cohabitación íntima con su esposo era buena a los ojos de Dios y obligatoria para el bien de la dinastía.
La reina consorte Amalia de Sajonia y Borbón-Parma (retrato de Vicente Lopez Portaña)
Con este cuadro en palacio el rey, ya en la treintena, se aficionó a las salidas nocturnas, las juergas y los burdeles. Gustaba rodearse de gente ordinaria y poco refinada. Había en aquel Madrid lugares mucho más elegantes que las Ventas del espíritu santo, pero a Fernando le iba esa marcha. Solía elegir los tablaos, tabernas y burdeles anexos, frente a los elegantes «meublés» de la villa y corte, más propios de su clase. Allí se sentía a gusto y en ocasiones hasta se arrancaba con una de sus habilidades, la guitarra, instrumento con el que era casi unvirtuoso.
Para tales correrías contaba el monarca con una recua de halagadores puteros y un compañero inseparable, Paquito Córdoba, amigo, confidente y jefe de su Guardia de Corps. El tal Paquito no era otro que Francisco Fernández de Córdoba y Glimes de Brabant, barón de Espés. Pero como una baronía se antojaba poco, su compadre el rey Fernando le otorgó un ducado (que tras la realeza y la grandeza de España es el título nobiliario de más lustre), el ducado de Alagón.
El duque de Alagón en ilustración de Mestres y Sala.
El palacio real, todo lujo y postín, contaba con cámaras y pasadizos tan poco frecuentados que eran casi secretos. Al anochecer, Fernando y Paquito, embozados hasta las cejas,abandonaban el palacio de Oriente por una apartada escalera que conducía directamente hasta el discreto carruaje que les llevaría a las ventas. El personal de servicio bautizó dicha escalinata como «la fernandina».
Tras recorrer la escasa legua que separaba Madrid de las ventillas del espíritu santo, el carruaje dejaba al rey a las puertas del local de Pepa la Malagueña, su favorito. El humo de los cigarros y el olor a vino impregnaban el ambiente. Además de tocar palmas, fumar como un descosido y beber vino hasta hartarse, su majestad frecuentaba el trato de diferentes mozas, como Lola la Naranjera, que -al tiempo- se entendía con el bandolero Luis Candelas, al que no hacía mucha gracia compartir amante con otros, pero claro tratándose del rey miraba para otro lado, máxime cuando sabía que cada vez que era detenido salía rápidamente a la calle por obra y gracia de la Naranjera y su influencia de alcoba con el monarca.
Grabado que recrea una venta-tablao de la época.
Curiosamente el rey, su fiel Paquito y la escuadra de puteros que les acompañaba (todos aristócratas, de marqués para abajo) satisfacían su concupiscencia en el lugar del espíritu santo. Colmaban de regalos a las muchachas con las que se divertían en la juerga y en el catre. Buenas alhajas y vistosos adornos de lujo que las jóvenes lucian con descaro. El mismo descaro con el que comentaban entre ellas las homéricas proporciones del «real miembro viril», fenómeno de la naturaleza.
El Borbón no era hombre de una sola mujer (desde luego no por mucho tiempo) y además de la Naranjera frecuentaba otras mozas como la de Sacedón, la viuda de Aranjuez o la Bella Cigarrera. De esta última «prendose el rey hasta las trancas». Se trataba de una hermosa yvoluptuosa joven que encandiló al monarca durante una temporada. De día la Bella era cigarrera en la fábrica de tabacos de Madrid, de noche cortesana de lujo para el monarca y sus aristocráticos acompañantes.
El encaprichado Fernando la colmaba de regalos. Bella pasó a tener un pequeño pero valioso ajuar de joyas, piedras preciosas y alguna obra de arte como el abanico que una jornada de caluroso verano portaba su majestad colgando de la muñeca. Muy contento debió quedar el rey con la moza aquella noche, pues ante la insistencia de ella el abanico terminó cambiando de manos. Entró en las de Fernando y salió en las de la Bella Cigarrera.
Al parecer se trataba de una obra única. Pintado a mano sobre seda natural, con engarces de nácar, varillaje de marfil e incrustaciones de piedras preciosas y oro laminado…una fortuna para aplacar los reales calores.
Lujoso abanico de la época…aunque no tanto como el de nuestra historia.
Al cabo de un tiempo, ante el encaprichamiento del monarca, Paquito Córdoba duque de Alagón por obra y gracia de Fernando VII, comenzó a preocuparse por su amigo el rey.
«A ver si vamos a terminar teniendo un problema», debió pensar el duque. Así que «pensat i fet», decidió quitar a la Bella Cigarrera del camino de su majestad. Se las arregló para enviarla lejos de Madrid, nada menos que a Alicante. La muchacha desapareció de las ventas del espíritu santo y Fernando de Borbón no tardó en aplacar sus viriles ardores con otras compañías femeninas.
A la Bella le hicieron las maletas, la subieron a una diligencia y -convenientemente escoltada por personas de confianza- la trajeron a la terreta.
El Alicante de la época en grabado de Alfred Guesdon.
Era un traslado por obra y servicio, que diríamos ahora, desde la Real Fábrica de Tabacos de Madrid a la de Alicante, donde Bella continuó ejerciendo como cigarrera.
En su «destierro» alicantino la joven llamaba la atención por su belleza. Debía venir aleccionada desde Madrid pues -que sepamos- no se le conoció ninguna salida de tono que involucrase al rey. Eso sí, de cuando en cuando, Bella gustaba de exhibir alguna de las alhajas que vinieron con ella desde las ventas del espiritu santo, incluyendo el artistico abanico obsequio de su majestad, un abanico como no había otro igual en la ciudad. Era la envidia y admiración de sus compañeras cigarreras.
El duque de Alagón tenía todo controlado hastaque un buen día la reina Amalia echó en falta uno de sus abanicos más preciados, una pieza única obsequio de la Real Fábrica de Abanicos de Madrid. Precisamente el que un dia tomó prestado el rey y ya no retornó a palacio. Ahora estaba en Alicante.
Día sí día también la reina se lo reclamaba a su marido, con tanta insistencia que Fernando tuvo que hablar con el duque de Alagón para que le resolviera el problema, recuperase el abanico y la reina dejara de darle la tabarra. El monarca no tenía ni repajolera idea de dónde habia ido a parar su Bella cigarrera, pero el conseguidor particular del rey sí conocía su paradero en la terreta pues fue él mismo quien la alejó de Madrid.
Así que se puso en marcha la maquinaria del poder. Desde el mismísimo Palacio Real se dió orden al responsable de la fábrica de tabacos alicantina para que recuperase el dichoso abanico. Siguiendo la «cadena de mando», el director del establecimiento encargó la tarea a la jefa del taller donde Bella trabajaba.
Josefa León, que así se llamaba la maestra cigarrera, llevaba ya algún tiempo prestando servicio en Alicante donde había llegado procedente de la fábrica de Sevilla. Era una mujer robusta, de complexión fuerte, muy disciplinada en su trabajo y que enseguida se aplicó a la tarea de conseguir el fastidioso y elegante abanico «por todos los medios, seancuales fueren», tales eran las órdenes de la superioridad.
Comenzó Josefa a mostrar especial interés por el ventoso artilugio. A Bella le dijo primero que estaba enamorada de esa obra de arte y le pidió que se la regalara a cambio de mejoras en su trabajo. Como no tuvo éxito lo intentó con dinero, pero ni por esas. La maestra continuó recibiendo las presiones de su jefe, que a su vez las recibía de Palacio, donde el duque de Alagón tenía que aguantar el tostón que le daba Fernando VII, al que asediaba la reina Amalia. El abanico no podía estar más codiciado.
Palacio Real de Madrid, eje de toda la intriga.
Y ocurrió que una mañana, a primera hora, hallándose solas en el taller maestra y cigarrera, Josefa cerró la puerta a cal y canto conminando a Bella a que le entregase el abanico. La muchacha se negó y acto seguido comenzó una lucha feroz entre las dos. Puñetazos, patadas y mobiliario volaban por el taller. En la vorágine Bella dió un traspiés y cayó al suelo golpeándose violentamente en la cabeza. Quedó muerta en el acto.
Aprovechando la circunstancia la maestra ordenó recoger el abanico del domicilio de la infeliz, lo que se hizo al punto. Así Josefa León, maestra cigarrera de Sevilla, pudo entregar el preciado objeto a su superior con la conciencia del deber cumplido «cueste lo que cueste».
El cuerpo de Bella fue enterrado tan discretamente que nunca se supo dónde. El responsable de la fábrica de tabacos de Alicante colocó el abanico a buen recaudo remitiéndolo a la villa y corte, al mismísimo Palacio de Oriente, morada de sus majestades. Allí le fue entregado a la reina Amalia una vez que el olvidadizo Fernando por fin lo hubo «encontrado». En el Alicante de entonces el suceso corrió como la pólvora y produjo un cierto escándalo. Se improvisaron coplas que, por espacio de algunos días, se cantaban en calles y plazas.
«En la Fábrica del Rey /se ha hecho una muerte fiera, / por un abanico / se ha muerto a una cigarrera. Señora Pepa León, / venga usted con ligereza / que en la Sala de San Juan hay una mocita muerta» .
Fábrica Nacional de Tabacos de Alicante.
El suceso era la comidilla de Alicante, las coplas tenían cada vez más difusión. Hasta que el Comendador Pedro Fermín de Iriberry decidió cortar por lo sano, publicando un Bando por conducto del Pregonero de la ciudad (como se hacía en aquellos tiempos) en el que se conminaba con las penas más severas a aquellos que cantaran las incómodas coplillas. Así se ahogó la expresión popular del misterioso sucesoque en los años 20 del siglo XIX conecta a Alicante y su Fábrica de Tabacos con Fernando VII y un preciado abanico que acabó teñido de sangre.
Imágenes y Fuentes:
*Biblioteca virtual de la prensa histórica. Mo de Cultura. *Diario El Luchador.
*Biblioteca Nacional de España.
*Pinacoteca Museo del Prado.
*Archivo Municipal de Alicante.
*ABC.es
*Foro Viejo Madrid.
*Bundesarchiv Bild. Deutschland.
muy interesante y documentado, enhorabuena.