Recién terminada la “mili” obligatoria, últimos de octubre de 1975, y tirando la gorra al viento con la torpe inscripción grabada en su frontal exterior que mascullaba: “por fin Lili”, me dirigí a una librería del centro de la ciudad en cuyo rótulo sobre la puerta de acceso se leían seis letras: “SÉNECA”, el nombre de un filósofo nacido en Córdoba cuatro años antes de nuestra era. Hasta ese momento solo había leído —tras dejar el “Instituto Laboral” a la temprana edad de doce años para incorporarme, por necesidades económicas de la familia, al desconocido mundo laboral como aprendiz de electricista — en los libros de mi hermano menor, a los que volví a cogerles un extraño y cautivador pulso que sacudió mis emociones dormidas durante varios años de fiestas continuadas, discotecas y alcohol, aceptando de mala gana un tiempo demudado, turbio de interrogaciones y dudas sin despejar, que la bebida reprimía y ahuyentaba.
Cuando entré en ese pequeño “templo” de la palabra hablada, plagado de sabiduría y conocimiento, me sentí un náufrago en un profundo mar de letras. Ese olor a celulosa y tinta reposada. Ahí estaba la clave a todo mi tránsito en pos de una identidad; y la esperanza de la sabia especie humana de la que yo tomé conciencia. Hasta ese momento, solo había leído algunas pequeñas novelas de las que “prescribían” los profesores del instituto “La Asunción”, donde cursaba el Bachillerato mi hermano menor Josévale, así como libros de poemas de Bécquer, Campoamor, Quevedo, Góngora —al que entendía poco— y Rubén Darío. Recuerdo que el primer poema que escribí, en toscos octosílabos casuales, lo titulaba “Juegan los niños juegan”, sin haber leído poesía, excepto las resonancias que me dejaron algunos famosos romances en la escuela los dos primeros años de bachillerato. En la librería, paseaba por los pasillos donde las baldas o anaqueles rebosaban de cuidadosos lomos a todo color con títulos muy sugerentes y atractivos. Un aluvión de nuevas palabras se instalaban en ellos, palabras que sonaban para mí por primera vez: “confines”, “cosmos”, “fenomenología”, “transición”, “metafísica”, “brumario”, “cuásar”, “Mesopotamia”, “Paracelso”, “Parménides”, “Sófocles”, “Aranguren”, “pleito”, “dolo”, “sumisión”… no sabía exactamente qué libros llevarme, tras un profundo vahído. Pero ahí estaba Manolo, dispuesto a orientar a los lectores neófitos que, como yo, campaban despistados por el egregio local. Manolo era el dueño de la librería, un hombre despierto, sagaz y atento a cualquier atisbo de duda en sus posibles clientes que adivinaba en seguida, y como un prestidigitador saca un conejo de la chistera, al instante, él sacaba el libro que buscabas con una pícara sonrisa, y no fallaba nunca. Sabía los gustos de cada lector asiduo y lo que buscaban los desubicados nuevos lectores. Manolo era genial, un auténtico librero de raza del que era imposible no simpatizar al momento y convertirte no solo en incondicional cliente, sino también en amigo. Aunque la dictadura fue quien enterró al dictador, no desenterró la represión a un pueblo, que aún mantenía el silencio de las cunetas. Y los libros fueron un ejército aliado, dispuesto a echarte las dos manos y el corazón contra tanto improperio y desazón anidados.
Y así me fui haciendo de una nutrida biblioteca, variada hasta la exageración, para convertirme en un trabajador leído —sin ninguna pompa—, con el diccionario abierto como las horas de trabajo, persiguiendo tertulias literarias donde las hubiera. La librería Séneca fue una mina de oro, filón, del que extraje todo el bagaje cultural —a mi medida— que había en ella.
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