Se podría decir que casi todo lo que nos queda camino de los tres meses de confinamiento es una simple mascarilla. Apenas unos centímetros de tela. Esos elementos postizos que estamos obligados a llevar a cada instante, a incorporar a nuestro vestuario, a ponernos en cada espacio compartido. Las mismas que salvan vidas son la metáfora perfecta de un fracaso, de nuestro gran fracaso. Miles de años y civilizaciones después reducidos a un trozo de tela que nos tapa boca y nariz para no infectarnos, para no infectar.
Volver estos días a las calles, playas y avenidas de nuestros pueblos y ciudades y ver a la gente con sus mascarillas es una clara señal de que la distopía ya no está en las pantallas de cine, en los libros apocalípticos que anticipan lo que nunca debería ocurrir. Resulta que esta distopía, lo que no es deseable, lo ocupa todo. Es ver a tu vecino con la mascarilla puesta al salir de casa, a la cajera sudorosa que te atiende en el supermercado tras seis horas allí, al conductor de autobús, a ti mismo luchando contra ella a cada instante.
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Podría suceder que esos escasos centímetros de tela en los que hemos depositado nuestra propia supervivencia sean –ya digo– uno de esos golpes que marcan un antes y un después al egocentrismo de nuestra civilización en siglos. El reconocimiento de una derrota sin armisticio posible porque la letra que debería llevar esta paz –respeto a la naturaleza, justicia social, repensar el futuro, stop a la acumulación desorbitada de beneficios…–, se diría que no estamos dispuestos a negociarla. Preferimos seguir con el ruido. Con la depredación de la que veníamos.
Al principio de todo, cuando todo son apenas tres meses, nos preguntamos si lo que estaba sucediéndonos nos mejoraría como especie. Si saldríamos concienciados de la hecatombe. Ya sabemos que no. Solo basta ver la bronca del debate político y, en un mundo al revés, el ruido que forman en la calle pidiendo libertad (¿qué libertad?) los que todo tienen y, mirar con dolor, la resignación y la solidaridad en las colas de la pobreza de los que a casi nada alcanzan. Revolución aquella de señoritos y pijoapartes con pretensiones de emparentar con señoritas bien, con señoritos bien (Juan Marsé y sus Últimas tardes con Teresa otra vez). De eso parece va la cosa.
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De eso y de creer que en nuestra ansia por crecer y ocupar todo el espacio, y fieles como hemos sido al mandato del Génesis 1:28 –Y los bendijo Dios; y les dijo Dios: Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, y en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra– aquí estamos otra vez. Dispuestos a cumplir con la profecía, con nuestra misión bíblica. Creciendo y multiplicándonos en esa confusión donde creímos haber logrado casi la inmortalidad, y en donde una simple y vulgar mascarilla nos devuelve al principio de los tiempos.
En ese camino de señorear la Tierra creímos también haber derribado las puertas de entrada a las ciudades medievales, echado abajo sus murallas, aquellas que protegían de las pandemias que precedieron a esta y al pillaje de fuera, aquellas pesadas puertas que giraban lentamente y que resguardaban de las invasiones bárbaras (¿quiénes eran los bárbaros?), pero resulta que solo las habíamos echado un poco más lejos.

Hoy, esas puertas y esas murallas son nuestros gigantescos aeropuertos de diseño que hemos tenido que cerrar, esos monstruos que devoran y expulsan seres humanos a la vez como una trituradora lo hace con la carne de un matadero infinito. Y son también los macropuertos de nuestros mares, donde lo único que realmente circula libre es la droga, la trata de mujeres, las armas destino a conflictos que no salen en los noticiarios. Y, claro, los virus –muchos virus–. Todo un arsenal de muerte ofrecido con la sonrisa y las promesas del placer y de la libertad (¿otra vez, qué libertad?).
Y con la seguridad de que –eso también lo hemos aprendido– las únicas rutas humanas donde queda algo de dignidad son los caminos de la solidaridad, aquellas rutas por donde circulan los emigrantes de todo tipo y condición que huyen de la otra maldición bíblica que también mata, el hambre y la pobreza que heredamos de un siglo XX de expolio y colonialismo depredador. Releer estos días Por el bien del imperio (Josep Fontana) nos hace tener muy poca esperanza.
Llegados aquí, cabría preguntarse: ¿Y cuando las mascarillas, esos escasos centímetros de tela, ya no sean suficiente? ¿Qué nos pondremos entonces para seguir vivos?
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Cuando las MÁS-CARILLAS (¡qué nombre tan significativo!, para los que no tienen dinero) no sean suficientes, las usaremos a modo de venda como el símbolo de la Justicia para no ver la sociedad tan desigual e injusta que hemos creado.
Tampoco está mal «usarlas a modo de venda como el símbolo de la Justicia para no ver…», nada mal Alfonso Rodríguez Hurtado.
Libertad y orden. No me siento capaz de escribir sobre esto, y me apetece mucho. Solo diré que libertad no se si nos sobra pero desde luego no nos falta. Pero y el orden. ¿ ha de ser este una consecuencia del civismo y la responsabilidad compartida como pueblo? No. Aqui no habrá orden mientras quienes son responsables de que se mantenga tengan miedo a que les confundan con autoritarios. No hay miles de muertos suficientes para avergonzarse por sus actos y actitudes propios de irresponsables y de vergonzosos ciudadanos. Como decia aquél. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. esta es la España de siempre. Siento ganas de llorar porque aquí no ha aprendido nadie. Nadie Nadie.
Las ganas de llorar son compartidas Emilio Martínez Arrés.. . y más cuando estos días vemos y leemos como determinadas administraciones están aprovechando el confinamiento para dar rienda suelta a leyes y normativas que ahondan en las mismas políticas que, en cierta medida, nos han traído hasta aquí, léase desregulaciones urbanísticas, medio ambientales, etc. La ley y el orden, sí, pero solo para unos!!
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