La resaca del pasado que dura toda la vida.
La pérdida del amor que creías para toda la vida.
La juventud inagotable que también te engañó.
La búsqueda del futuro que te preña de mierda hoy.
Las decisiones que nunca tomas por imbécil, aunque pierdas los huevos en el empeño o la vida o la dignidad.
La resaca del vino y el cava de una Nochevieja que no cambia nada.
Los hijos que nacen y que quieres y que se van antes de que te quieran o que te digan, mamá o papá te quiero y que se note, como cuando tú le cambiabas el pañal de madrugada y te ibas a currar sin dormir muchas mañanas.
Súbito se llena la cesta de otro año con otro año más y a qué negarlo, jode, aunque luego en público digas que no, que es bonito cumplir años y todo eso. Pero está jodida y maravillosa vida tiene esas cosas, nos contradicen desde fuera y nos machacamos desde nosotros mismos.
Nunca sabemos una mierda sobre esa pista de hielo itinerante donde patina la felicidad. Y si acaso la encuentras (la pista) acudes con los patines de ruedas.
La resaca de 1984 o de 1990, cuántos años se han ido colgando en tu ordenador portátil, en tu mente, años de los que apenas recuerdas un exiguo segundo, otros de los que no recuerdas nada, como si estuvieran vacios, como si siempre hubieran estado vacios, como si en realidad no hubieran existido. Y el tiempo saltara a su antojo desde 1978 a 1996 que murió tu padre y luego otro salto y otro dejando mucho tiempo donde casi todo se quedó en blanco o donde tu memoria no consigue encontrar aguja alguna en trescientos sesenta y cinco días por año.
Pero, obladi, oblada, la vida continua y casi todo se disuelve como el humo y, si lo mezclas con viento, que son los años, no quedan cenizas ni rescoldos, solo quedan huecos como pozos de tiempo sin fondo, sin rastro.
Me asomo al balcón del otoño y contemplo la lluvia al otro lado de las ventanas. El agua construyendo charcos y ríos de un rato, como la vida que vivimos un rato, aunque cumplas más de cien años.
Comentar