Confieso que estas líneas me las ha dictado un libro que considero excepcional, firmado por una pluma relevante, la de Francisco Fernández Carvajal. La obra se titula Hablar con Dios y no tiene desperdicio. Éstas que vamos a relatar son reflexiones en torno a la Santa Misa, la Eucaristía y los creyentes.
“Cuando el cristiano participa en la Santa Misa, pensará en primer lugar en sus hermanos en la fe, con quienes se sentirá cada vez más unido al compartir con ellos el ‘pan de vida’ y el ‘cáliz de eterna salvación’. Es un momento señalado para pedir por todos y especialmente por quien ande más necesitado; nos llenaremos así de sentimientos de caridad y de fraternidad, porque, si la Eucaristía nos hace uno entre nosotros, es lógico que cada uno trate a los demás como hermanos. La Eucaristía forma la familia de los hijos de Dios. Y después de ese encuentro único con el Señor nos ocurrirá como a aquellos hombres y mujeres que fueron curados de sus enfermedades en alguna ciudad o camino de Palestina: tan alegres estaban que no cesaban de pregonar por todas partes lo que habían visto y oído; lo que el Maestro había obrado en sus almas o en sus cuerpos. Cuando el cristiano sale de la Misa habiendo recibido la Comunión sabe que ya no puede ser feliz solo; que debe comunicar a los demás esa maravilla que es Cristo. Cada encuentro con el Señor lleva a esa alegría y a la necesidad de comunicar a los demás ese tesoro. Así, como resultado de una fe grande, se propagó el Cristianismo en los primeros siglos , como un incendio de paz y de amor que nadie pudo detener. Si logramos que nuestra vida gire en torno a la Santa Misa, encontraremos la serenidad y la paz en cada circunstancia del día, con un afán grande de darle a conocer, pues, si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego, el resto de la jornada, con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y para amar como Él amaba? Aprendemos, entonces, a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa en el Sagrario. También para nosotros el Sagrario es siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo; donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. En el Sagrario encontraremos, cuando devolvamos la visita al Señor, las fuerzas necesarias para vivir como discípulos suyos en medio del mundo. También nosotros, como algunas almas que estuvieron muy cerca de Dios, podemos repetir, con el corazón lleno de gozo: Ignen veni mittere in terram… He venido a traer fuego a la tierra y ¿qué quiero sino que arda? Es el fuego del amor divino, que trae la paz y la felicidad a las almas, a la familia, a la sociedad entera”.
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