El lazo humano más fuerte es el que une a un hombre con una mujer en el matrimonio, que es semilla y raíz de la familia. Pero ¿cuál es la grandeza esencial del matrimonio? El amor que descubre la dignidad y el valor de la persona del ‘otro’ en sí misma y se entrega totalmente a ella: “Sin ti mi vida carecería de sentido; tú eres la razón de mi existencia; en ti alcanzo mi plenitud”.
La plenitud matrimonial es la familia cuando, a virtud de la reciprocidad de su amor, mediante el recto uso de su sexualidad, marido y mujer pasan a ser una sola carne: alguien que no es sólo varón, ni tampoco sólo mujer, sino los dos en uno, que es el hombre-mujer en su desarrollo integral mediante la complementariedad recíproca de un cónyuge con el otro.
El varón no se enamora de ‘la mujer’, sino de una mujer, del mismo modo como la mujer no se enamora ‘del hombre’, sino de un hombre, ambos con nombre y apellidos. El amor es siempre interpersonal, entre personas individuales o singulares, mientras que la sexualidad no se satisface sólo con ,una única persona, ella o él, sino que es susceptible de satisfacerse con personas varias que respondan a la calificación de ‘otro’ de género distinto al sujeto sexuado. El ‘don Juan’ de Zorrilla nunca podrá ser ejemplo del amor humano, sino a lo sumo, del ejercicio de la sexualidad humana, incapaz, por sí sola, de dar como resultado el fruto de la familia como comunidad de personas que alcanzan la plenitud de su ser y existir mediante el amor recíproco, como unión de personas vivificadas por el amor. El problema de muchos cónyuges es que no se han enamorado realmente aún cuando ‘se disfruten’ sexualmente.
La vida familiar comienza cuando un hombre y una mujer se casan. En el matrimonio los esposos dejan gradualmente sus preferencias, enfados, intimidad y espacio personal para compartir la vida con el ser querido. Se trata de un proceso lento y no siempre sencillo. Es más, antes de que este proceso se complete, la pareja embelesada debe estar preparada para mirar más allá de ese mundo encerrado en ellos mismos y cuidar de un niño. Ese niño que nace en el seno de la familia necesita del amor de su padre y de su madre para poder culminar su proceso de maduración como persona capaz de recibir y dar amor.
Pero el amor hace algo memorable que supone una eficaz ‘vacuna’ contra la denominada ‘violencia de género’. La persona singular —él, ella—, la pareja —ambos— y el bebé —fruto del amor recíproco de los padres— se van conformando gradualmente como familia precisamente gracias a la entrega total de cada miembro de la familia para procurar el bien de los otros. Es un hecho constatado que la paz doméstica depende de la adaptación de cada unos al hogar familiar. El fracaso, la disfunción familiar que engendra la violencia de género, e incluso entre padres e hijos, es lo que ocurre cuando uno o más de los miembros de la familia no se dejan dominar por esa energía vivificadora de la familia que es el amor recíproco y, sistemáticamente, se eligen a sí mismos —egoísmo frente a amor— sobre los demás.
La paz familiar depende de que aprendamos esta lección. Las parejas jóvenes también tienen que aprenderla. Primero como personas individuales y después como pareja deben aprender que su propia felicidad debe estar integrada en una felicidad más grande. Más aún, deben aprender que su felicidad individual es imposible al margen de la felicidad familiar. Si aprenden bien esta lección se darán cuenta de que son más felices en la misma medida en que hacen felices a los demás.
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