Afortunadamente hoy en día muchas de las cosas que hace tiempo simplemente sucedían tienen nombre. Aquello que veíamos como normal, que formaba parte del paisaje, aquellos episodios que tenían lugar en la escuela, en el puesto de trabajo, en los primeros días de llegada a la universidad o en la mili, aquella forma de perseguir y ridiculizar a los más débiles, las novatadas y todo ese mundo infernal, y que tenían en común siempre el abuso y la detentación del poder en el seno del grupo, son hoy hechos reconocibles. Les llamamos simplemente acoso escolar, maltrato laboral o bien bullying o mobbing si preferimos su acepción en inglés. Y está bien que sea así.
En todo esto pensaba estos días cuando el otro día observaba como en algunos lugares y en algunos ámbitos de nuestra sociedad existen aún graves dificultades para encontrarle nombre a las cosas que suceden y que son tan o más graves que aquellas de nuestra infancia y juventud, quizás por una cierta banalización del mal, quizás porque seguramente no hemos encontrado aún las palabras justas y necesarias para describirlas con su parte de sanción y rechazo social correspondiente.
A propósito de esto leía en el diario La Vanguardia esta noticia: “Independentistas piden al Parlament despedir a una camarera de Las Pedroñeras por hablar castellano en la TV3”. Si hurgabas un poco más en la extraña noticia veías que, afortunadamente, el hecho había levantado una cierta ola de solidaridad entre la, llamémosle así aunque no me gusta la expresión, parte más “castellana” del hemiciclo, y apenas pequeños gestos de crítica entre la parte política más “catalana” del mismo Parlament. Los razonamientos para merecer estos últimos tímidos apoyos eran del tipo “es una chica maja, humilde y trabajadora y siempre está sonriendo”, o “habla catalán y castellano, y esa es nuestra riqueza”. La noticia es, si se quiere, una anécdota, que no pasaría de eso, si no mostrara un mal de fondo, una forma de pensamiento oculto que, efectivamente, parece existir en una parte del independentismo catalán más hiperventilado, como ellos mismos se autocalifican, y que no siempre se verbaliza.
Como cuando éramos niños, adolescentes, trabajadores sin casi derechos, aquí no se trata –al menos no solo– de hablar catalán y/o castellano, de ser delgado, gordo, guapo, feo, de ser catalán, andaluz, inmigrante, se trata –ahora y entonces– de marcar territorio. De dejar bien claro y bien alto quién decide qué, quién marca las reglas y quiénes tienen que limitarse a su mero cumplimiento. Quienes, en definitiva, tienen derecho a comer primer plato, segundo y postre y quienes solo están para recoger las sobras que vayan cayendo. Eso, claro, siempre que haya sobras.
No se trataba, pues, de diferenciar entre catalanes de ocho apellidos y el resto –ya saben, andaluces, murcianos y extremeños mayormente–, se trata de otra cosa. Esa otra cosa está posiblemente en las afirmaciones que aparecían en la misma noticia a modo de extensión del horror en boca de un usuario de Twitter –nada dice la noticia de su relevancia social o mediática para merecer ser incluido en ella–: «Hay que conseguir que en Cataluña –decía el valiente tuitero– les dé vergüenza hablar español. Se tiene que hacer evidente que el español es la lengua de los inadaptados, de la chusma, de la parte más guarra de la sociedad, de los que viven en guetos, de extranjeros».
Más allá de la anécdota, más allá del hecho de que la noticia tuviese lugar en el entorno de una cierta exaltación de la celebración de la Diada y del 11-S, del ambiente enrarecido que ha logrado medio quebrar la convivencia dentro de Cataluña, está el hecho cierto de que aquí, como cuando éramos niños, jóvenes, etc., son muchos, demasiados, y también muchos medios de comunicación, los que aún no se atreven a ponerle nombre al fenómeno y a este tipo de comportamientos, y que a día de hoy lo siguen considerando como una-manifestación-más-del-paisaje, algo que es soportable e incluso necesario para que las cosas sean como deber ser y como siempre fueron.

Pero ocurre también que hoy no es ayer. Y que estas cosas suceden hoy, como sucedían ayer aquellas otras, porque hay una parte de la sociedad que ahora y entonces prefiere mirar para otro lado, y mientras el abusón hacía sus fechorías, ellos, nosotros, aplaudíamos o simplemente nos encogíamos de hombres, girábamos de soslayo la cabeza para no meternos en problemas y evitar ser los siguientes en la lista.
Y sucede también que en el camino hemos aprendido que reírse de un niño o de una niña en clase por su aspecto, perseguirla en la calle por su modo de hablar, por su color de piel, que ser el jefe, no te da derecho al maltrato verbal o físico, ni ser veterano al insulto y a la vejación. Y que todo eso ya no debe –no debería– formar parte del paisaje normal que nos rodea, si no que podemos nombrarlo y reconocerlo como lo que es. Como deberíamos reconocer y nombrar a quienes piden el despido de una camarera que lleva más de una década trabajando en el Parlament “por hablar castellano en la TV3”.
Y sí, es cierto, todo eso tiene un nombre. Se podría llamar microfascismo, xenofobia o clasismo. Porque, de algún modo, quienes lo ejercen, lo aplauden o simplemente se limitan a mirar para otro lado, hacen lo mismo que hacíamos nosotros cuando observábamos cómo el matón de clase le hacía la vida imposible a un compañero o el jefe insultaba o menospreciaba con malos modos y malas palabras a un compañero o compañera. Eso lo hemos aprendido y por eso duele tanto. Porque nos reconocemos y sabemos a qué tipo de sociedad nos remite. Y porque ser “una chica maja, humilde y trabajadora y estar siempre sonriendo” poco o nada tiene que ver con los derechos de una trabajadora en una sociedad democrática. Incluso, aunque hayas nacido en Las Pedroñeras y te llames Amparo Izquierdo, que ese es el nombre de la más y tristemente conocida camarera del Parlament.
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