Necesitamos certezas para caminar seguros en el empedrado de la vida. Lo sabemos bien. Ellas nos alimentan, nos dan luz, pero si esas certezas son demasiado simples, si son excluyentes, demonizan todo lo que está fuera porque-está-fuera, y no dejan puertas entreabiertas y puentes que cruzar, imposibilitan la contradicción, entonces quizás deberíamos desconfiar. Algo de eso parece estar sucediendo ahí fuera. También en el periodismo.
Observo con desazón y un cierto desconsuelo que el griterío y el ruido aumentan pese al silencio impuesto por la pandemia. Y voy viendo como este mismo ruido que impide oírse, entenderse, cruzar puentes, también está contaminando el periodismo en una peligrosa escalada, incluso al que suponíamos buen periodismo. Es, como si de pronto se hubiese expulsado de la paleta de colores con las que se hacen las noticias, los análisis de actualidad de este tan necesario oficio, la gama de los grises y solo se sirviesen los hechos y las noticias a base de los primarios, ya saben el rojo, el amarillo y el azul.
¿Existe el frenteperiodismo? No sé si se habrán hecho alguna vez esta pregunta, pero desde un tiempo me ronda el palabro, especialmente cada vez que escucho y leo algunos análisis sobre la pandemia, sobre las decisiones de este o aquel gobierno, incluso en la forma de referirse a los representantes que nos hemos dado. Todo blanco o todo negro. Sin matices. Sin puentes. Escuchar expresiones despreciativas en boca de quienes deberían cuidar el lenguaje y el respeto institucional no son rarezas. He llegado a oír en emisoras de radio nacionales frases del estilo “el Iglesias ese” para referirse al vicepresidente segundo del gobierno; o “la Montero” para hablar de la ministra de Igualdad. ¿Era necesario? ¿Sirve para algo?

Y en esta deriva, que no sé si es solo una observancia personal, veo como periodistas y pensadores que pueden estar en un lado ideológico distante al que esto suscribe, pero a los que leía con interés y hasta con entusiasmo, porque hasta hace no mucho mostraban una visión amplia y crítica hacia todas las formas posibles del mal gobierno allá donde estuviere, en estos meses, justo en estos meses de pandemia, se están precipitando hacia el terreno de la trinchera, del hooliganismo. Y leo como salen de su teclado adjetivos más propios del corral de las redes sociales calificando en tono despectivo y despreciativo a este gobierno de forma redundante de “gobierno social-comunista” y “bolivariano”.
Y al revés sucede un poco igual. Para algunos periodistas que se autoproclaman (¿dónde dan los carnés?) de izquierdas todo lo que sale fuera de la esfera gubernamental es tachado con vaguedad intelectual y exceso del mismo hooliganismo de “fascismo” o “fascistoide”. En el colmo de esta táctica mamporrera llegué a escuchar cómo una periodista de las que están en varias tertulias llegó a defender en antena el sistema de filtrado de preguntas inaugurado al principio de las ruedas de prensa diarias de la comisión sobre la pandemia. Solo un día después el Gobierno corrigió lo que a todas luces era un error y un intento de sesgar y manipular.
¿Está al alza el frenteperiodismo en nuestro país?, me vuelvo a preguntar. Y si existe, ¿tiene que ver con la cuenta de resultados? ¿con las cuentas pendientes? ¿con el miedo al despido? No es algo nuevo, ya sé. Viene de lejos. Es la insistencia en clasificar. En enmarcar. Tal o cual periodista es de este o aquel bando. Siempre ha sido así, pero ahora puede que lo nuevo sean los esfuerzos que algunos periodistas hacen para ser ellos mismos quienes buscan ser alineados, justo en momentos, como en todas las grandes crisis, cuando el buen periodismo, el que no se alinea con ningún gobierno, es más necesario. Ser francotirador es lo fácil. Te asegura el aplauso de la tribu, lo difícil es intentar parar la balacera de un lado y de otro. Entonces te arriesgas a recibir el desprecio y el insulto de ambos.

Hasta la gran eclosión de las redes sociales eso estaba ahí –siempre ha existido un periodismo más de izquierdas, más de derechas, más liberal, más conservador–, pero incluso en los medios más alineados ideológicamente se podían encontrar potentes análisis que chocaban con la línea editorial propia, visiones que abrían puertas e invitaban a cruzar puentes. Había, si se me permite, como una coexistencia pacífica que hacía que los medios fueran respetables aunque fueran distintos, o precisamente por ser distintos. Por ir al terreno de lo concreto, he conocido avezados pensadores de izquierdas que eran empedernidos lectores del ABC y conspicuos de derechas que entendían que El País era un bien periodístico digno de elogio. La paleta de colores. Los necesarios puentes ¿Sería eso posible hoy?
Tampoco debe ser casualidad que algunos estudios sobre la confianza de los ciudadanos españoles en sus medios de comunicación sea la que es. Un instituto internacional de esos que se hacen estudios de este tipo concluía que la confianza de los ciudadanos de este país en sus medios de comunicación era ya en 2018 de solo el 29% frente a una media del 67% en los Países Bajos y el 64% en Alemania. ¿Tendrá algo que ver en esta estadística el frenteperiodismo patrio, la dieta fast food a la que nos tienen sometidos a los ciudadanos? Al estilo de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, un poco de pizza puede estar bien, pero ¿todos los días comida basura?
¿Está creciendo el frenteperiodismo? ¿Y si es así, por qué? Habría, a mi juicio y entre otras, dos posibles razones. Una, la tendencia que parecen tener muchos periodistas a creerse que están señalados por algún designio divino para actuar como salvadores de nuevas o viejas patrias, de este o aquel gobierno, de esta o aquella bandera, cuando su función esencial –la de todos– sería solo defender el buen gobierno en el marco amplio de los derechos humanos y la exigencia de la máxima transparencia en la toma de decisiones. Y, claro, estar siempre vigilantes para que cualquier responsable público no mienta, no engañe, no robe.

Otro factor que no ayuda es la perversa y enfermiza tendencia de los grandes medios y las grandes plataformas televisivas a organizar el mundo en binario. De mostrar un plató donde a la izquierda están los de la izquierda y a la derecha los de la derecha (¿les suena?), donde el éxito está basado en alimentar el enfrentamiento de posiciones imposibles de conciliar, donde un razonamiento que vaya más allá de un tuit de 140 palabras es casi un anatema, donde sus actores-periodistas serán renovados solo si logran provocar tensión y ruido (¿les suena también?).

Ante este paisaje, seguramente necesitamos mesas que no dividan tanto, gente que no busque el encontronazo. Lo decía a su manera el pintor Juan Genovés en una entrevista de hace un año que la cadena Ser rescató el viernes último a modo de homenaje tras su muerte: “Cuando oí que ese partido –el PCE– lo que quería era la reconciliación, me dije: ahí quiero estar yo”.
¿Necesitamos certezas? Sí. Seguro. Pero necesitamos que no sean certezas, noticias, de usar y tirar, de las que sacian el presente pero envenenan el futuro. Por eso quizás debería preocuparnos el periodismo que está emergiendo en estas semanas de covid-19. Y porque si este frenteperiodismo acaba ocupando casi todo el espacio sería una desgracia –otra más– para este oficio. Eso, seguro. También para el futuro de nuestro país y la urgencia de abrir los puentes.
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