Un trozo de nuestra historia es gracias a los arrepentidos. Su confesión permite poner un poco de luz donde solo hay oscuridad. Sin sicarios arrepentidos de la Cosa Nostra, sin etarras que deciden colaborar con las fuerzas policiales para reducir sus penas de cárcel, el estado italiano y el estado español nunca habrían llegado a golpear duro el corazón del mal. Lo que ya no está tan claro es qué sucede con los arrepentidos por dos veces. Con los que cruzan las líneas de fuego hacia delante y deciden desandar el camino hacia atrás. Más o menos lo que acaba de suceder con el empresario alicantino Enrique Ortiz. Eso ya no está tan claro.
La lucha entre el bien y el mal siempre alberga personajes complejos. La literatura, los manuales de psicología están llenos de relatos donde ni todos los policías son buenos, ni todos los mafiosos son la pura encarnación del mal, entre otras razones porque ni el uno ni el otro se puede entender como hechos absolutos, como compartimentos estancos. Tanto los unos como los otros acaban algunas vez traspasando las líneas invisibles y, vistos con distancia moral, seguramente tienen profundas razones que explican en parte lo que hacen. Ellos, policías y mafiosos, son, casi siempre, personajes poliédricos. Aparentan una cosa, pero son justo lo contrario. Como ejemplo, el documental Corleone: mafia y sangre, sobre el ascenso y caída de un granjero siciliano y supuesto ejemplar padre de familia, ‘Totò’ Riina, convertido en el jefe absoluto de la Cosa Nostra, y en realidad causa y razón de un reguero de muerte y terror que llegó a golpear las más altas esferas del poder institucional.
Me preguntaba todo esto a propósito de un personaje más profano, más prosaico si se quiere, pero un personaje que comparte en el proceder zonas de oscuridad con los mafiosos, como él mismo ha reconocido en sede judicial y que ha pilotado desde la sombra muchas de las grandes decisiones de la política local en Alicante y en la Comunidad Valenciana en años pasados, mayoritariamente con gobiernos del PP (pero no solo), como es Enrique Ortiz y a propósito de su reciente doble arrepentimiento.
Acosado por las pruebas y los hechos que le incriminaban decidió colaborar con la Fiscalía, autoinculparse, reconocer que había regalado dádivas a dos exalcaldes populares, Luis Díaz Alperi y Sonia Castedo, para conseguir información privilegiada y negocios para sus empresas fuera de la libre concurrencia que debería regir las decisiones de todas las administraciones públicas.

Apenas dos meses después, tras la exculpación de los 34 acusados en el caso de las basuras de Orihuela por la anulación de las principales grabaciones que están en el origen de aquella y de esta investigación, decide arrepentirse de nuevo. Desandar el camino andado. Renunciar a los beneficios pactados en sede judicial para no ingresar en la cárcel y negar lo firmado. Y todo, detalle nada menor, con el amparo de la Justicia –la juez del caso ha aceptado su desarrepentimiento en contra del criterio de la Fiscalía– que, como sabemos (o deberíamos saber), no va de buenos y malos, sino solo de leyes.
Entonces, ¿a quién creer?, podríamos preguntarnos fatalmente. Seguramente todo es más sencillo. Lo que ha hecho Ortiz ahora es lo que ha hecho siempre. Y obedece a lo mismo de siempre. Su único interés es el propio Enrique Ortiz. Supo cambiar de caballo cuando la carrera viró, orillar sus negocios turbios con administraciones del PSOE para hacerlos mayoritariamente con el PP cuando el giro político. Si un hombre al que no le gusta el fútbol fue capaz de comprar el Hércules porque entendió que ello le abriría las puertas del poder desde un palco, su gesto de ahora no debería sorprender tanto.
No es cuestión de gustos, sino de intereses. No es cuestión de buenos y malos, sino de Justicia. Todo lo demás, como buen jefe de la banda, incluida la vida misma, importa menos y está sujeto al interés superior. A su capacidad para metamorfosearse en lo que el mercado pide. Si hace unos meses alguien pudo interpretar que su arrepentimiento dejaba a sus “amigos” Alperi y Castedo tirados y a las puertas de la cárcel, lo de ahora podría fatalmente entenderse como el acto postrero de arrepentimiento del amigo que lanza una mano a última hora para evitar el naufragio casi seguro del caído en desgracia. Ni lo uno ni lo otro. Él, como ‘Totò’ Riina, solo quiere salvarse a sí mismo. Lo demás parece importar menos. Casi tan poco como la vida para un sicario a sueldo.
Muy acertado Pepe
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