Cualquier aficionado a las novelas de Julio Verne se puede llamar afortunado por haber llegado tan lejos en la imaginación, que llega mucho más allá que el tiempo y la geografía: al centro de la tierra, a la luna, al corazón del África, al Amazonas, al Orinoco, a la Antártida, al fondo del océano… Navegando en el Nautilus, en el Albatros o en los medios usuales. Las hazañas realizadas por el superescritor, buscando siempre algún bien humano para convertirnos en robinsones, transformando los parajes más inhóspitos en feraces edenes, han producido en millones de lectores exaltaciones inigualables. Nos hace vivir grandes tensiones emocionales junto a enormes satisfacciones. En la superficie del relato de Verne se encuentra la trama, colmada de aventuras, enigmas y riesgos, a que se enfrentan sus héroes valerosos, que suelen tener buen corazón y aún mejor espíritu. A un lado está la copiosa descripción zoológica, botánica y geológica, que constituye, sin embargo, un elemento vital del relato; las intrincadas selvas, los hielos sin fin, las cordilleras descomunales, así como las intermitentes nubes de exóticos volátiles, y las jaurías de tigres, leones y panteras, de monos de variadísima calaña y repelentes hienas, descrito todo con precisión de zoólogo, de botánico, y de notario. Ahí está la carne misma del relato y no un mero elemento escénico.
Todo lo que sabemos de su juventud nos remite sin remedio a un lugar común, a una mediocridad plena. Al terminar sus estudios de Derecho se empeñó durante quince años en escribir teatro. Hilvanó innumerables tragedias, libretos para operetas, juguetes cómicos, dramas históricos, melodramas, vodeviles de los que sólo algunos por excepción llegaron a la escena, y eso para naufragar en las primeras representaciones. Los fragmentos conocidos de su correspondencia y los testimonios sobre él en esa época lo presentan como una auténtica nulidad. En una breve tregua de sus afanes teatrales, pergeña por motivos económicos unos relatos breves para la revista El museo de la familia. Uno de ellos está situado en México: Los primeros navíos de la marina mexicana, y otro en Perú: Martín Páez. Se trata de un Verne anterior a Verne; nada en esas narraciones puede prever al fabulador extraordinario en que se convertiría más tarde. Treinta años después, incorporados a “Viajes extraordinarios”, publicará otros relatos con escenario sudamericano: La jangada (1881, situada en Brasil),y especialmente el prodigioso Soberbio Orinoco, de 1897, en Venezuela; de lectura muy viva, expectante, halagadora y luminosa.
Comentar