Aludiendo, tal vez, a la falta de congruencia de los cristianos respecto de la gran alegría de haber sido redimidos de sus pecados, decía el filósofo alemán Nietsche que “más salvados tendrían que parecer los salvados para hacerme creer en su Salvador”.
A este propósito, el Misal Romano recoge en la liturgia eucarística del viernes de la cuarta semana de Cuaresma esta oración: “Señor, concédenos recibir con alegría la salvación que nos otorgas y manifestarlo en nuestra propia vida”. Y es que la alegría es antes que nada una obligación hacia Dios que nos ha creado para la alegría. Es una forma de expresar nuestro agradecimiento por los dones de Él recibidos: la vida, la libertad, la capacidad de amar y ser amados. Cuando alguien nos hace un obsequio, la retribución que espera de nosotros consiste menos en nuestro agradecimiento que en nuestra alegría por el regalo que hemos recibido; esa alegría nuestra es la que le hace sentirse realmente pagado.
El ser alegre es una obligación para con Dios, con los demás y con nosotros mismos. Preguntada Teresa de Calcuta sobre cómo dar a conocer a Dios, respondió a los periodistas concisamente: “Sonrían”.
El amor, sin más, tal vez pueda despistar a la persona amada, pero la alegría profunda e inconmovible, fruto del amor, no permite posibilidad de error. Pues la alegría lleva en sí misma la segura garantía de su verdad. Demos alegría a los demás haciéndoles partícipes de nuestra alegría, con una prueba de nuestro interés por ellos: un elogio, una palabra amable, una sonrisa…
Que el corazón de Jesucristo rebosaba alegría a raudales lo ponen de manifiesto todas las páginas del Evangelio. Disfrutaba con los niños que se acercaban a Él y atendía con gozo las necesidades que se le presentaban. Su primer milagro lo realizó en un banquete nupcial en Caná de Galilea para contribuir a la alegría de los invitados y de los esposos convirtiendo en vino el agua de varias tinajas. Porque, efectivamente, Dios es amor y “no se puede amar a los hombres sin amar su alegría”, como escribió Dostoievski en ‘Los hermanos Karamazov’ (parte III, libro 7, núm. 4).
Por último, la alegría es también una obligación hacia nosotros mismos. Nuestro equilibrio físico y anímico depende de ello: “Corazón alegre hace buen cuerpo, mientras que ‘la tristeza seca los huesos” (Proverbios,17, 22). La alegría es causa de una mejor respiración, con lo que se consigue mejorar la circulación sanguínea y la alimentación de las células nerviosas. La depresión del ánimo dificulta la actividad cardíaca, entorpece la respiración y envenena el organismo. Los días en que no hayamos sonreído se contarán entre los peores de nuestra vida. El hombre no puede mantenerse vivo largo tiempo sin alegría, cosa que ya advirtió Aristóteles hace más de veinte siglos. Todo el que quiera progresar en su vida necesita absolutamente tener alegría. Sólo se hace bien aquello que se ejecuta gustosamente, con alegría. Sólo acrecientan el amor las acciones que producen o transmiten alegría.
La alegría es fruto del amor. La alegría es el amor disfrutado. Cada vez que se ama y que, en cierto modo, se posee o se espera poseer (como esperan con alegría los niños sus regalos de Navidad y Reyes Magos) lo que se ama, se tiene alegría.
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